Fuente: Diana Gabaldon
«Siempre desaparece gente...»
Hoy (quiero decir, el 6 de Marzo), fue una suerte de Año Nuevo personal para mi. El 6 de Marzo de 1988 comencé a escribir un libro. Una novela.
Estaba escribiendo para practicar, para poder aprender qué es lo que se necesita para escribir una novela. Desde que tengo 8 años he sabido que estaba destinada a escribir novelas, aunque la misma no es una carrera que venga con instrucciones detalladas. Todo aquel que escribe una novela, descubre el proceso a medida que escribe.
«—Bueno, ¿puedes sentarte en la montura, muchacho?
—Sí, si me quitáis a la chica de encima y me traéis una camisa limpia.»
En ese momento, yo era científica. Tengo todo tipo de títulos en Ciencias Biológicas (que incluyen un doctorado en Ecología Cuantitativa del Comportamiento) y era profesora adjunta de investigación en una universidad grande. No llegas a esas instancias sin aprender a escribir, aunque escribir ficción es un tanto diferente a redactar propuestas de subvención, artículos académicos, libros de texto, tutoriales, concursos, y todas las impertinencias que implica una carrera académica.
Al mismo tiempo, la escritura es la escritura. Ser conciso, claro y elegante son condiciones tan deseables en la escritura académica como lo son en la mayor
parte de la ficción literaria, y los aspectos prácticos de la buena
escritura son sólo eso: lo básico y esencial.
«Las personas son gregarias por necesidad. Desde los días de los primeros habitantes de las cavernas, los seres humanos —lampiños, débiles e indefensos excepto por la astucia— habían sobrevivido agrupándose; sabiendo, como muchas otras criaturas comestibles habían averiguado, que la unión implica protección. Y ese conocimiento, arraigado en lo más profundo, es lo que sustenta la oclocracia. Puesto que durante innumerables años, separarse del grupo —ni qué decir de enfrentarse a él— había significado la muerte de toda criatura que osara intentarlo. Oponerse a una multitud requería algo más que coraje; algo que iba más allá del instinto humano. Y me temía que yo no lo tenía. Y ese temor me avergonzaba.»
Así que cuando finalmente decidí que iba a escribir una novela, tenía conmigo la seguridad de que sabía cómo escribir. No estaba preocupada por mi capacidad de manejar la gramática, ortografía o puntuación, y sabía lo que era un párrafo.
Yendo al punto (en ese entonces tenía 36 años), había escrito todo tipo de cosas que están relacionadas con el obtener varios títulos, establecer una carrera académica y convertir eso en un programa internacional de seminarios y escribir sobre computación científica, y luego una carrera paralela escribiendo para la prensa en computación. Y luego estaban los cómics de Walt Disney...
«—¿Estás cansada, Sassenach? —preguntó, preocupado—. Descuida, no tardaré mucho. —Ahora alzaba la falda con ambas manos y la pesada tela se amontonaba en la parte delantera.
—¡No! —respondí, consciente de los veinte hombres que yacían a escasos metros—. No estoy cansada. Es sólo que... —Me quedé sin aliento al sentir que la mano inquieta alcanzaba su objetivo entre mis piernas.
—Dios mío —susurró—. Es resbaladizo como el fondo del lago.
—¡Jamie! ¡Hay veinte hombres durmiendo junto a nosotros! —grité en un murmullo.
—Se despertarán si sigues hablando.
El punto aquí es que nunca nadie me dijo como escribir una tesis doctoral, una propuesta de subvención, un artículo para una revista académica, un artículo para una conocida revista de divulgación científica, o documentaciones de programas. Sólo miré algunos ejemplos, probé una vez, y si no me parecía que estuviera correcto, le daba vueltas hasta que sí lo hiciera.
Las novelas, pensaba, funcionarían de la misma manera. Y después de todo, hacía más de 30 años que las leía. Seguramente si escribía una, sería capaz de reconocerlo.
Entonces, empecé a escribir una novela. A modo de práctica; no tenía la intención de mostrárselo a nadie; ni tampoco de decirle a nadie lo que estaba haciendo. Esto era para mi, para que pudiera aprender cómo hacerlo.
«Aquí, un antiguo mirador sin vidrio se abría al cielo. La luz de la luna nos bañó en plata. Yacimos abrazados mientras nuestra piel húmeda se refrescaba en el aire del invierno y aguardábamos que nuestros corazones furiosos se serenaran y nuestros cuerpos jadeantes recobraran el aliento.
Era una luna de Navidad, tan grande que casi llenaba la ventanuca vacía. No parecía sorprendente que las mareas del mar y los períodos de la mujer se rigieran por las influencias de aquella orbe majestuosa, tan cercana y dominante.
Pero mis propios períodos ya no obedecían esos dictámentes castos y estériles. Y el conociemiento de mi libertad me recorrió la sangre como una ráfaga de peligro.
—También tengo un regalo para ti —murmuré a Jamie de pronto. Se volvió hacia mí y su mano grande y segura acarició mi vientre, aún plano.
—¿De veras?
Y el mundo estaba a nuestro alrededor, nuevo en sus infinitas posibilidades.
Eso era OUTLANDER. Y este pequeño mensaje es una nota de agradecimiento para todos aquellos que me han acompañado en este largo y extraño viaje durante estos 28 años.
Slainte mhath!
Diana.
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