Fuente/Source: Diana Gabaldon
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Un destello rojo a través de los árboles captó su atención, y por un instante pensó que se trataba de un pájaro exótico, atraído por la increíble cantidad de fruta peculiar. Luego escuchó voces, y un momento después él salió al camino de tierra donde se cruzaban los caminos. Un soldado, vestido en lo que debía de ser su uniforme completo-un resplandor de rojo y oro, con botas negras relucientes hasta la rodilla y una espada en su cinturón.
No era alto, de hecho era más bien pequeño, con un perfil de huesos finos cuando giró a decirle algo a su acompañante. Estaba muy recto, con los hombros cuadrados y la cabeza alta, y tenia algo que le recordaba a un gallo- algo profundamente fiero, un orgullo innato y completamente fuera de lugar dado su tamaño; completamente preparado para hacer frente a sus adversarios, con los espolones listos.
El pensamiento la divirtió tanto que casi no se percató de su interlocutor. Su acompañante no iba vestido de soldado, pero era ciertamente muy elegante también, con terciopelo amarillo, un fajín de satén azul y un gran medallón prendido en su pecho- de alguna Orden, supuso. Se parecía enormemente a un sapo, con los labios finos y pálido, y ojos bastante grandes y curiosos.
La visión de ambos, el gallo y el sapo, enzarzados en alegre conversación, la hizo reír tras su abanico, y no se dio cuenta del caballero que la había alcanzado por detrás hasta que habló.
"¿Le gustan los cactus Opuntia....señora?"
"Podría ser, si supiera lo que son" contestó ella girándose para ver al joven caballero del traje ciruela que la miraba fijamente.
"Ummm... En realidad prefiero las plantas suculentas", dijo ella dando la consigna acordada. Se aclaró la garganta esperando recordar la palabra. "Especialmente las, ummm, Euforbiáceas".
La pregunta se desvaneció en sus ojos siendo reemplazada por la diversión. La miró de arriba a abajo de una manera que podría haber sido insultante en otras circunstancias. Ella se sonrojó pero le sostuvo la mirada y alzó las cejas.
"¿El señor Bloomer, entiendo?"
"Si usted desea", dijo el sonriendo y le ofreció su brazo. "¿Me permitiría que le enseñara las Euforbiáceas. Señorita....?"
Hubo un momento de pánico, ¿quién debería ser o admitir ser?
"Houghton", dijo. "Lady Bedelia Houghton".
"Por supuesto" dijo él con el rostro serio. "Encantado de conocerla, Lady Bedelia".
Le hizo una ligera reverencia, ella tomó su brazo y juntos caminaron lentamente entre la naturaleza salvaje.
Había varias casas de cristal unidad, y ellos pasaron entre pequeñas selvas de filodendros, pero filodendros que nunca habían adornado nada tan plebeyo como una sala de desayuno, con las hojas rasgadas por la mitad del tamaño de la misma Minnie, grandes hojas veteadas del color de la tinta verde y la apariencia de la seda muaré.
"Los filodendros son bastante venenosos", dijo el Sr. Bloomer con una indicación de cabeza. "Todos ellos. ¿Lo sabía?"
"Me lo apunto".
Y luego árboles -ficus, le informó el Sr. Bloomer (quizás el no había elegido su alias de forma aleatoria después de todo)- con tallos trenzados y gruesas hojas y un olor dulce y húmedo, algunos de ellos con vides que subían el tronco del ficus con fuerza convulsiva, robustos manojos de pelo que se aferraban a la delgada corteza. Y luego, seguro, las malditas Euforbiáceas en persona.
No sabía que existían cosas como esas. Muchas de ellas no parecían ni siquiera plantas- y algunas de ellas eran perversiones del mundo vegetal, con gruesos tallos desnudos tachonados con crueles espinas, cosas que parecían lechugas- pero una lechuga blanca rizada con ribetes rojos que parecía que alguien la había utilizado para limpiar sangre-
"También son bastante venenosas, las Euforbiáceas, sobre todo la savia. No te matará, pero no querrás tenerla en los ojos".
"Seguro que no". Minnie agarró más fuerte el parasol, preparada para desplegarlo en caso de que alguna de las plantas tuviera en mente escupirla; alguna de ellas parecía como si nada le gustaría más.
"A esa la llaman "La corona de espinas"", dijo el Sr. Bloomer señalando con la cabeza a una cosa particularmente horrible con espinas en todas direcciones. "Apropiado", él se dio cuenta de su expresión en ese momento y sonrió, señalando con la cabeza hacia la próxima casa. "Vamos, te gustará más la próxima colección".
"Oh", dijo ella en voz baja. Luego un "!Oh!" mucho más alto. El nuevo invernadero era mucho más grande que los otros, con un techo alto y abovedado que llenaba el aire de sol e iluminaba los miles -!al menos!- de orquídeas que caían desde las mesas y se derramaban desde los árboles en cascadas de blanco y oro y morado y rojo y.....
"Oh, Dios...." suspiró y el Sr. Bloomer rió.
No estaban solos en su admiración. Todos los invernaderos eran populares, había un buen número de gente exclamando en el espinoso, el grotesco y el venenoso- pero la casa de las orquídeas se llenaba con invitados y el aire estaba lleno de un murmullo de asombro y deleite.
Minnie inhaló tanto como pudo. El aire estaba inundado con una variedad de fragancias suficiente para aturdirla.
"No querrías oler esa". El Sr. Bloomer la guió de una deliciosa a otra, extendiendo una mano hacía una maceta grande de apagadas orquídeas verdes con gruesos pétalos. "Carne podrida".
Ella olió con precaución y retrocedió.
"¿Y por qué demonios querría una orquídea oler como la carne podrida?" preguntó.
Él la dirigió una mirada ligeramente extraña pero sonrió.
"Las flores ponen el color y el olor que necesitan para atraer a los insectos que las polinizarán. Nuestra amiga la Bullbophyllum de allí..." el señaló con la cabeza hacia unas plantas verdes ".... dependen de los servicios de las moscas carroñeras. Ven, esta huele a coco- ¿alguna vez has olido un coco?"
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