No era Dios quien estaba con él, pero alguien casi igual de bueno: el recuerdo del Comandante Gareth Everett, uno de los amigos de su padre, un ex capellán militar. Everett era un hombre alto, de rostro alargado, que peinaba su cabello encanecido con raya en medio, de forma que le hacía parecer un viejo perro sabueso, pero tenía un sentido del humor muy negro, y había tratado a Roger, que entonces tenía trece años, como un hombre adulto.
-¿Mató a alguien alguna vez?- le había preguntado al comandante cuando estaban sentados a la mesa una noche después de cenar, mientras el viejo contaba historias de la Gran Guerra.
-Sí -contestó el comandante sin dudarlo- muerto no habría sido de gran utilidad para mis hombres...
-¿Qué hizo por ellos? -preguntó Roger, curioso-. Quiero decir...¿qué es lo que hace un capellán, en una batalla?
El Comandante Everett y el Reverendo habían intercambiado una breve mirada, pero el Reverendo asintió con la cabeza y Everett se inclinó hacia adelante, con los brazos cruzados. Roger vio el tatuaje en su muñeca, una especie de pájaro, con las alas desplegadas sobre una voluta con un texto escrito en latín.
-Estar con ellos -dijo el comandante suavemente, aunque le mantenía a Roger la mirada, profundamente seria-. Darles seguridad. Decirles que Dios está con ellos. Que yo estoy con ellos. Que no están solos.
-Ayudarles cuando puedes -había dicho su padre, en voz baja, con los ojos fijos en el gastado hule gris que cubría la mesa de la cocina-. Cogerles la mano y rezar, cuando no puedes.
Vio -lo vio de verdad- la explosión de un cañón. Una chispa brillante, roja, del tamaño de su cabeza, que brilló en la niebla con un ¡BOOOM! como si fueran fuegos artificiales, y que luego se desvaneció. La niebla se disipó y lo percibió todo claramente durante un segundo, no más: el negro armatoste del cañón, con la boca redonda abierta... el humo más denso que la niebla rodeándolo, cayendo al suelo como si fuera agua... el vapor que subía del caliente metal para unirse a la niebla que formaba una espiral... los artilleros rodeando el cañón, como frenéticas hormigas azules, tragadas en un instante por el blanco remolino.
Y entonces el mundo a su alrededor se volvió loco. Los gritos de los oficiales habían coincidido con la explosión del cañón; lo sabía solo porque estaba lo suficientemente cerca del general como para ver que abría la boca. Pero ahora un rugido surgió de las gargantas de todos los hombres que atacaban en su columna, corriendo como si se los llevara el diablo hacia la silueta borrosa de la fortificación que se erguía ante ellos.
Llevaba la espada en la mano, y corría, gritando sin palabras.
Las antorchas brillaban tenues en la niebla; pensó que los soldados estaban intentando volver a prender fuego al parapeto hecho con troncos de árbol. Se escuchó una especie de grito agudo que pudo proceder del general, pero quizá no.
El cañón ¿cuántos? No podría decirlo, pero más de dos; los disparos se seguían produciendo a un ritmo tremendo, y el ruido le sacudía los huesos cada medio minuto más o menos.
Se obligó a parar, se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas, cogiendo aire. Creyó oír fuego de mosquete, disparos amortiguados, rítmicos, entre las explosiones de los cañones. Las disciplinadas descargas del ejército británico.
-¡Carguen!
-¡Fuego!
-¡Retroceda!- los gritos de un oficial se escucharon de repente en el único latido de silencio que se producía entre una explosión y la siguiente.
-Usted no es un soldado. Si le matan...no quedará nadie aquí para ayudarles. ¡Retroceda, idiota!
Hasta entonces había estado al final de la fila. Pero ahora estaba rodeado de hombres, todos apelotonados, empujándose, corriendo en todas direcciones. Recibían órdenes a gritos, y pensó que algunos de ellos estaban verdaderamente intentando obedecerlas; escuchó gritos aquí y allá, vio a un muchacho negro, que no podía tener más de doce años, intentando cargar un mosquete más alto que él. Llevaba un uniforme azul oscuro, y un pañuelo amarillo chillón le asomaba por el cuello, algo que pudo ver cuando la neblina se retiró un instante.
Tropezó con alguien que estaba tirado en el suelo y aterrizó de rodillas. El agua medio salada le caló los pantalones. Había caído con las manos sobre el cuerpo del hombre abatido, y la súbita calidez que sintió en sus fríos dedos fue un shock que le devolvió la consciencia.
El hombre gimió y Roger retiró inmediatamente las manos, recobró la compostura y buscó a ciegas la mano del hombre. Pero esa mano ya no existía, y su propia mano estaba llena de sangre caliente que hedía como un matadero.
-¡Dios mío!- dijo. Y limpiándose la mano en los pantalones, rebuscó con la otra en su bolsa. Tenía trapos... sacó como pudo algo blanco e intentó atarlo alrededor de... buscó frenéticamente una muñeca, pero tampoco la había. Encontró un fragmento de manga y tanteó hacia arriba tan rápido como pudo, pero alcanzó la parte superior del brazo del hombre un instante después de que éste muriera. Pudo sentir la flacidez repentina del cuerpo bajo su mano.
Todavía estaba de rodillas allí con el trapo sin usar en la mano cuando alguien se tropezó con él y cayó de cabeza haciendo que el agua les salpicara. Roger se puso de pie y caminó como un pato hasta el hombre caído.
-¿Estás bien?- gritó, inclinándose hacia adelante. Algo pasó silbando por encima de su cabeza y se tiró encima del hombre, lo más pegado a él que pudo.
-¡La madre que te parió! -exclamó el hombre, dando puñetazos incontroladamente a Roger- ¡quítate ahora mismo de encima de mí, cabrón!
Durante un momento se batieron en el barro y en el agua, intentando al mismo tiempo utilizarse el uno al otro como apoyo para poder incorporarse, y el cañón siguió disparando. Roger empujó al hombre y se las arregló para ponerse de rodillas en el barro. Desde detrás de él se oían gritos pidiendo ayuda, y se dió la vuelta en esa dirección.
La niebla se había ya casi disipado, ahuyentada por las explosiones, pero el humo de los cañones caracoleaba blanco y a nivel del suelo desnivelado, mostrándole breves visiones de color y movimiento al deshacerse.
-¡Ayúdenme, ayúdenme!
Entonces vio al hombre, a gatas, arrastrando una pierna, y corrió a través de los charcos para alcanzarle. No había mucha sangre, pero la pierna estaba claramente herida; le metió el hombro bajo el brazo y le puso de pie, apartándole lo más rápidamente posible de la fortificación, fuera de tiro...
El aire se sacudió otra vez y pareció como si la tierra se inclinara bajo sus pies. Se encontró en el suelo con el hombre al que había estado ayudando encima de él. Le había desaparecido la mandíbula, en el pecho se desparramaban sus dientes y la casaca del uniforme absorbía la sangre caliente. Aterrado, luchó por salir de debajo del cuerpo, que todavía sufría sacudidas -¡Oh Dios mío, Oh Dios mío, todavía estaba vivo- y se arrodilló a su lado, escurriéndose en el barro, apoyándose para no caer con la mano en el pecho del herido, donde podía sentir el corazón latiéndole al mismo ritmo de la sangre que le salía a borbotones. ¡Oh, Dios, ayúdame!
Buscó frenéticamente alguna palabra. No encontró ninguna. Todas las palabras de consuelo que había aprendido, todo lo que constituía su oficio...
-No estás solo -dijo, jadeando, presionando fuertemente en el pecho que luchaba por conseguir aire, como si pudiera anclar al hombre a la tierra en la que se estaba disolviendo- Estoy aquí. No voy a dejarte. Todo va a ir bien. Vas a estar bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario