24 de diciembre de 2018

#DailyLines El Prisionero Escocés: Sucesión.

Fuente/Source: Diana Gabaldon 



Helwater

21 de diciembre

   En el pajar hacía frío y su adormilada mente rebuscó a tientas entre la helada corriente de las palabras que seguían resonando en su mente.

   «Es un buen chico.»

   El viento azotó las paredes del establo y sacudió el techo. Una fuerte ráfaga helada con olor a nieve hizo desaparecer su somnolencia y dos o tres de los caballos que había en el piso de abajo se movieron, resoplaron y relincharon. «Helwater.» Cuando reconoció el lugar donde se encontraba se tranquilizó, y los fragmentos de Escocia y Lallybroch que bailaban en su mente se agrietaron y desvanecieron, tan frágiles como el barro seco.

   Helwater. La paja que crujía debajo de su cuerpo, las puntas de ésta sobresaliendo del camastro y clavándosele en la piel a través de la camisa. Aire y oscuridad a su alrededor.

   «Es un buen chico...»

   Aquella tarde habían llevado el árbol de Navidad a la casa. En su traslado participaron todos. Las mujeres se taparon hasta las orejas y los hombres, rojos por el esfuerzo, avanzaron tambaleándose y cantando mientras arrastraban el enorme tronco con cuerdas. Tenía la áspera corteza cubierta de nieve e iba dejando un surco por donde pasaba, sin que se le acabara de caer la nieve que aún le quedaba amontonada.

   Willie se subió encima, gritó excitado y se colgó de la cuerda. Cuando estuvieron dentro de la casa, Isobel intentó enseñarle a cantar Good King Wenceslas11, pero el niño estaba demasiado nervioso y no dejaba de corretear de un lado a otro para verlo todo, hasta que su abuela dijo que la iba a volver loca y pidió que se lo llevaran a los establos para que ayudara a Jamie y a Crusoe a buscar las ramas de pino y abeto.

   Emocionado, Willie montó junto a Jamie hasta el bosquecillo y se quedó obedientemente donde él lo dejó para que permaneciera fuera de la trayectoria de las hachas mientras ellos las usaban. Luego ayudó a trasladar el cargamento, apoyándose dos o tres fragantes ramas contra el pecho y llevándolas con diligencia hasta el enorme cesto; en cuanto acababa con las que había cogido volvía corriendo para buscar más, sin importarle mucho dónde aterrizaba realmente lo que transportaba.

   Jamie se dio la vuelta en el camastro y se acurrucó en su nido de mantas, mientras recordaba medio adormilado. El niño siguió corriendo de un lado a otro sin parar y, a pesar de que estaba rojo y que no dejaba de jadear, no paró hasta que recogió la última rama del montón. Cuando Jamie bajó la vista buscándolo, lo miró con orgullo, se rió y dijo impulsivamente:

   —Muy bien. Buen chico. Venga, vamos a casa.

   William se quedó dormido de camino a casa. Su cabeza, cubierta con un gorro de lana y apoyada sobre el pecho de Jamie, parecía tan pesada como una bala de cañón. Desmontó con mucho cuidado mientras lo cogía con un brazo, pero Willie se despertó y parpadeó somnoliento mirándolo, y dijo «Wen-sess-lass» con absoluta claridad, y luego se volvió a quedar dormido. Se despertó de nuevo cuando Jamie se lo entregó a la niñera Elspeth y, mientras se alejaba, el escocés oyó cómo Willie decía:

   —¡Soy un buen chico!

   Pero esas palabras entraron en su sueño procedentes de algún otro sitio, de uno muy lejano. ¿Se las habría dicho a él su propio padre?

   Lo pensó y, por un instante, sólo un instante, volvió a estar con éste y con su hermano Willie, que estaba muy excitado, sujetando el primer pez que había pescado él solo. El animal era viscoso y no dejaba de retorcerse. Los dos hermanos se reían y Jamie estaba muy contento.

   «¡Buen chico!»

   «Willie. Dios, Willie. Estoy tan contento de que le hayan puesto tu nombre.» No acostumbraba a pensar en su hermano, pero de vez en cuando podía sentir que éste estaba con él; y a veces le ocurría lo mismo con su madre y su padre. Con Claire más a menudo.

   «Cómo me gustaría que pudieras verlo, Sassenach —pensó—. Es un buen chico. Ruidoso y travieso —añadió con sinceridad—, pero es buen chico.»

   ¿Qué pensarían sus padres de William? Ninguno de los dos había vivido lo suficiente como para conocer a los hijos de sus hijos.

   Se quedó tumbado un rato, con un extraño dolor en la garganta, escuchando la oscuridad, escuchando en el viento las voces de su pasado muerto. Sus pensamientos divagaron y el dolor disminuyó, consolado por la conciencia del amor, que seguía vivo en el mundo. Volvió a sentir sueño.

   Tocó el tosco crucifijo que llevaba colgado del cuello y susurró al aire:

   —Dios, que ella esté a salvo, ella y mis hijos.

   Luego volvió la mejilla hacia la mano de Claire y la tocó a través de los velos del tiempo.

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