Diana Gabaldon: La serie de televisión, naturalmente, tiene un espacio muy limitado, y hacen un buen trabajo al escoger las partes que van a usar. Sin embargo, muchas cosas ocurrieron en realidad entre Jamie y Claire luego de que él la trajera a casa. Y pensé que tal vez debamos dar una mirada a esa parte de la historia, esta es la parte I de "¿Y luego qué ocurrió?"
Pueden leer la Parte II aquí
Extracto de 'Viento y Ceniza'
©DianaGabaldon2006
Vaciló, luego dio un paso hacia mí, con cuidado, mirándome a los ojos. Yo no grité ni salí corriendo y él dio otro paso, acercándose tanto que pude percibir el calor de su cuerpo. Ya no estaba sobresaltada y tenía un poco de frío con las enaguas húmedas, de modo que me relajé un poco, balanceándome en su dirección, y noté que la tensión de sus propios hombros se relajaba ligeramente al ver mi movimiento.
Me tocó la cara muy suavemente. La sangre palpitaba justo debajo de la superficie, tierna, y tuve que hacer un esfuerzo por no apartarme con un sobresalto de su roce. Él se dio cuenta y retiró la mano un poco, de modo que revoloteó justo por encima de mi piel.
—¿Se curará? —preguntó, mientras las puntas de sus dedos se movían sobre el corte de mi ceja izquierda; luego bajaron por el campo minado de la mejilla y se detuvieron en el rasguño de la mandíbula, donde la bota de Harley Boble había estado cerca de tocar un punto que me hubiera roto el cuello.
—Por supuesto que sí. Ya lo sabes; has visto cosas peores en el campo de batalla.
—Sí, lo sé. —Agachó un poco la cabeza, con timidez—. Es sólo… —Su mano seguía revoloteando por encima de mi cara—. Oh, Dios mío, mo nighean donn —dijo en voz baja—. Oh, Dios mío, tu hermosa cara.
—¿No puedes soportar mirarla? —pregunté, apartando mi propia mirada.
Sus dedos tocaron mi mentón, con suavidad pero con firmeza, y lo levantaron, de modo que tuve que volver a mirarlo. Su boca se apretó un poco mientras su mirada recorría lentamente mi cara maltrecha, haciendo un inventario de los daños. Tenía los ojos suaves y oscuros a la luz de la vela, con los rabillos tensos de dolor.
—No —dijo en voz baja—. No puedo soportarlo. Mirarte me desgarra el corazón. Y me llena de una furia tal que creo que debo matar a alguien o estallaré. Pero por el Dios que te ha creado, Sassenach, no voy a yacer contigo si no puedo mirarte a la cara.
—¿Yacer conmigo? —dije sin entender—. ¿Qué…? ¿Quieres decir, ahora?
Su mano se apartó de mi mentón, pero él me miró con firmeza.
—Bueno… sí. Ahora.
Si no hubiese tenido la mandíbula tan hinchada, la boca se me habría abierto del asombro.
—Ah… ¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió él. Entonces bajó la mirada como hacía cuando se sentía avergonzado o turbado—. Yo… bueno… me parece… necesario.
—¿Necesario? ¿Crees que es como si me hubiera caído del caballo y que ahora tengo que volver a montar en él?
—No —respondió apretando los dientes. Tragó saliva con fuerza—. ¿Estás… estás muy mal, entonces?
Lo miré fijamente a través de mis párpados hinchados.
—¿Es eso acaso una especie de broma…? —dije cuando por fin me di cuenta de a qué se refería. Respiré hondo para estar segura de que podía hablar sin vacilar—: Me han molido a palos, Jamie, y han abusado de mí de varias maneras desagradables. Pero sólo uno… hubo sólo uno que realmente… Él… él no fue… rudo.
Tragué saliva, pero el duro nudo de mi garganta no cedió. Las lágrimas hicieron que la luz de la vela se viera más borrosa, y no alcanzaba a verle la cara. Aparté los ojos, parpadeando.
—¡No! —añadí, en un tono bastante más alto del que quería—. No estoy… mal.
Él dijo algo en gaélico breve y explosivo entre dientes, y se apartó de la mesa. Su banqueta cayó al suelo con un fuerte ruido, y él la pateó. Luego volvió a patearla, una y otra vez, y la pisó con tanta violencia que algunos pedacitos de madera salieron volando por la cocina.
Me senté, demasiado sorprendida y aturdida como para angustiarme.
¿No debería habérselo dicho?, me pregunté vagamente. Pero él lo sabía, sin duda. Cuando me encontró me lo preguntó: «¿Cuántos?», dijo. Y después: «Matadlos a todos.»
Pero… saber algo era una cosa, y conocer los detalles otra muy distinta. Yo lo sabía, y lo observé con un extraño sentimiento de culpa mientras él pateaba las astillas de la banqueta y corría hacia la ventana. Estaba cerrada, pero Jamie se quedó quieto, con las manos sobre el alféizar, dándome la espalda con los hombros levantados. No pude ver si estaba llorando.
Se estaba levantando viento; una pequeña borrasca venía del oeste. Los postigos se agitaron y el fuego sofocado por la noche expulsó nubecillas de hollín cuando el viento bajó por la chimenea. Luego la ventisca amainó y no se oyó más sonido que el pequeño y repentino ¡crack! de una brasa en la chimenea.
—Lo lamento —dije por fin en voz baja.
Jamie giró sobre sus talones y me miró con furia. No estaba llorando, pero había estado haciéndolo; tenía las mejillas mojadas.
—¡No te atrevas a lamentarlo! —rugió—. ¡No pienso aceptarlo! ¿Me oyes? —Dio un paso de gigante hacia la mesa y descargó el puño sobre la madera—. ¡No lo lamentes!
—De acuerdo —dije. Había vuelto a sentirme terriblemente exhausta, y muy cerca de llorar yo también—. No lo haré.
Luego se produjo un silencio tenso. Oí las castañas que caían en el bosquecillo detrás de la casa, desplazadas por el viento. Entonces Jamie respiró hondo, estremeciéndose, y se limpió la cara con la manga.
Puse los codos sobre la mesa y apoyé la cabeza en las manos.
—Necesario —dije, más calmada—. ¿A qué te referías con necesario?
—¿No se te ha ocurrido que podrías estar embarazada?
Levanté la vista, alarmada.
—No lo estoy. —Pero mis manos bajaron de modo reflejo hacia mi vientre—. No lo estoy. No puedo estarlo.
Aunque sí podía… había una posibilidad. Era muy remota, pero existía. Por lo general, yo utilizaba algún método anticonceptivo para estar segura… pero evidentemente…
—No lo estoy —insistí—. Lo sabría.
Él se limitó a mirarme con las cejas enarcadas. En realidad, no podía saberlo, era demasiado pronto. Demasiado pronto… Lo bastante pronto como para que si realmente lo estuviera, y hubiera más de un hombre… habría dudas. El beneficio de la duda, eso era lo que me estaba ofreciendo, a mí y a sí mismo.
Un profundo estremecimiento dio comienzo en las profundidades de mi matriz y se extendió instantáneamente hacia el resto de mi cuerpo, poniéndome la carne de gallina a pesar del calor que hacía en la habitación.
«Martha», había susurrado aquel hombre, cuyo peso me apretaba contra las hojas.
—Mierda, mierda —dije en voz muy baja. Extendí las manos sobre la mesa, tratando de pensar.
«Martha.» Y su olor rancio, la carnosa presión de los muslos húmedos y desnudos, raspándome con el pelo…
—¡No!
—Es posible… —comenzó a decir Jamie, tozudo.
—No lo estoy. Pero incluso si… no puedes, Jamie.
Él me miró y yo percibí un brillo de temor en sus ojos. Eso, me di cuenta con una sacudida, era exactamente lo que él temía. O una de las cosas.
—Quiero decir, no podemos —añadí rápidamente—. Estoy casi segura de que no estoy embarazada… Pero no estoy para nada segura de no haber estado expuesta a alguna enfermedad repugnante. —Aquello era otra cosa en la que no había pensado hasta ese momento, y la carne de gallina regresó con toda su fuerza. Un embarazo era poco probable; la gonorrea o la sífilis, no—. No podemos. Al menos, hasta que nos apliquemos penicilina.
Empecé a levantarme del asiento incluso antes de terminar de hablar.
—¿Adónde vas? —preguntó él, sorprendido.
—¡A la consulta!
El pasillo estaba oscuro, pero eso no me detuvo. Abrí de un golpe la puerta del armario y comencé a tantear apresuradamente. Una luz cayó sobre mi hombro, iluminando la resplandeciente fila de botellas. Jamie había prendido una vela y me había seguido.
—En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo, Sassenach?
—Penicilina —dije, cogiendo uno de los frascos y la bolsa de cuero donde guardaba mis jeringas de colmillos de serpiente.
—¿Ahora?
—¡Sí, ahora, maldita sea! Enciende la vela, ¿quieres?
Lo hizo, y la luz vaciló y creció hasta convertirse en una esfera cálida y amarilla que se reflejaba en los tubos de cuero de mis jeringas de fabricación casera. Por suerte, tenía una cantidad suficiente de penicilina para preparar. El líquido en el frasco era rosado; muchas de las colonias de Penicillium de esa partida estaban cultivadas en vino rancio.
—¿Estás segura de que dará resultado? —preguntó Jamie.
—No —respondí con los labios apretados—. Pero es lo que hay. —La visión de espiroquetas multiplicándose en silencio en mi torrente sanguíneo, segundo a segundo, me hizo temblar la mano. Reprimí el temor de que la penicilina fuera defectuosa. Había obrado milagros en graves infecciones superficiales. No había razón alguna por la que…
—Déjame hacerlo, Sassenach.
Jamie me quitó la jeringa de la mano; mis dedos estaban resbaladizos y torpes. Los suyos estaban firmes, su rostro sereno a la luz de la vela cuando llenó la jeringa.
—Pónmela a mí primero —dijo, entregándomela.
—¿Que… tú? Pero tú no necesitas… Quiero decir… tú odias las inyecciones —terminé débilmente.
—Escucha, Sassenach, si quiero combatir mis propios temores y los tuyos, y sí que lo quiero, entonces no voy a amilanarme por unos pinchazos, ¿no crees? ¡Hazlo! —Se puso de lado y se inclinó hacia adelante. Apoyó un codo sobre la mesa y se levantó el costado del kilt, dejando al descubierto una musculosa nalga.
No estaba segura de si echarme a reír o llorar. Podría haber seguido discutiendo con él, pero cuando lo vi ahí con el culo al aire y testarudo como una mula, decidí que sería inútil.
Sintiéndome repentina y extrañamente calmada, levanté la jeringa y la apreté con suavidad para quitar cualquier burbuja de aire.
—Muévete un poco —dije, codeándolo groseramente—. Relaja esta parte; no quiero que se rompa la aguja.
Él inspiró con un siseo; la aguja era gruesa, y había bastante alcohol producto del vino como para que le ardiera mucho, como descubrí un minuto más tarde cuando recibí mi propia inyección.
—¡Ay! ¡Uy! ¡Oh, Jesús H. Roosevelt Cristo! —exclamé, apretando los dientes mientras retiraba la aguja de mi muslo—. ¡Dios, cómo duele!
Jamie me dedicó una sonrisa torcida, sin dejar de frotarse el trasero.
—Sí, bueno. El resto no será peor que esto, espero.
El resto… De pronto me sentí hueca y mareada.
—¿Tú… estás seguro? —pregunté, dejando la jeringa sobre la mesa.
—No —dijo—. No lo estoy. Pero quiero intentarlo. Debo hacerlo.
Yo me alisé el camisón de lino por encima del muslo pinchado, mirándolo mientras lo hacía. Él había arrojado todas sus máscaras mucho tiempo antes; la duda, la furia y el temor estaban presentes, grabados visiblemente en las desesperadas líneas de su rostro.
Algo suave me rozó la pierna y bajé la mirada para ver que Adso me había traído un ratón muerto. Empecé a sonreír, sentí cosquillas en el labio, y entonces miré a Jamie y dejé que el labio se partiera cuando sonreí. El gusto de la sangre caliente cayó sobre mi lengua.
—Bueno… Has corrido siempre que te he necesitado; supongo que esta vez también te correrás.
Por un instante, Jamie me miró con una expresión de total desconcierto, sin captar el chiste tonto. Hasta que por fin lo entendió y la sangre le inundó la cara.
Creí que se había vuelto para ocultar el rostro, pero en realidad sólo lo había hecho para revisar el armario. Encontró lo que buscaba y volvió a darse la vuelta con una botella de mi mejor moscatel en la mano, que brillaba oscuramente. La sostuvo entre el codo y el cuerpo y luego cogió otra.
—Sí, lo haré —dijo, tendiendo su mano libre hacia mí—. Pero si crees que alguno de nosotros lo hará estando sobrio, Sassenach, estás muy equivocada.
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