25 de mayo de 2020

#DailyLines (ADELANTO) Libro 9: Memorial Day

Fuente (Source): Diana Gabaldon



No era Dios quien estaba con él, pero alguien casi igual de bueno: el recuerdo del Comandante Gareth Everett, uno de los amigos de su padre, un ex capellán militar. Everett era un hombre alto, de rostro alargado, que peinaba su cabello encanecido con raya en medio, de forma que le hacía parecer un viejo perro sabueso, pero tenía un sentido del humor muy negro, y había tratado a Roger, que entonces tenía trece años, como un hombre adulto. 

-¿Mató a alguien alguna vez?- le había preguntado al comandante cuando estaban sentados a la mesa una noche después de cenar, mientras el viejo contaba historias de la Gran Guerra.

-Sí -contestó el comandante sin dudarlo- muerto no habría sido de gran utilidad para mis hombres...

-¿Qué hizo por ellos? -preguntó Roger, curioso-. Quiero decir...¿qué es lo que hace un capellán, en una batalla?

El Comandante Everett y el Reverendo habían intercambiado una breve mirada, pero el Reverendo asintió con la cabeza y Everett se inclinó hacia adelante, con los brazos cruzados. Roger vio el tatuaje en su muñeca, una especie de pájaro, con las alas desplegadas sobre una voluta con un texto escrito en latín. 

-Estar con ellos -dijo el comandante suavemente, aunque le mantenía a Roger la mirada, profundamente seria-. Darles seguridad. Decirles que Dios está con ellos. Que yo estoy con ellos. Que no están solos. 

-Ayudarles cuando puedes -había dicho su padre, en voz baja, con los ojos fijos en el gastado hule gris que cubría la mesa de la cocina-. Cogerles la mano y rezar, cuando no puedes.

Vio -lo vio de verdad- la explosión de un cañón. Una chispa brillante, roja, del tamaño de su cabeza, que brilló en la niebla con un ¡BOOOM! como si fueran fuegos artificiales, y que luego se desvaneció. La niebla se disipó y lo percibió todo claramente durante un segundo, no más: el negro armatoste del cañón, con la boca redonda abierta... el humo más denso que la niebla rodeándolo, cayendo al suelo como si fuera agua... el vapor que subía del caliente metal para unirse a la niebla que formaba una espiral... los artilleros rodeando el cañón, como frenéticas hormigas azules, tragadas en un instante por el blanco remolino.

Y entonces el mundo a su alrededor se volvió loco. Los gritos de los oficiales habían coincidido con la explosión del cañón; lo sabía solo porque estaba lo suficientemente cerca del general como para ver que abría la boca. Pero ahora un rugido surgió de las gargantas de todos los hombres que atacaban en su columna, corriendo como si se los llevara el diablo hacia la silueta borrosa de la fortificación que se erguía ante ellos. 

Llevaba la espada en la mano, y corría, gritando sin palabras.

Las antorchas brillaban tenues en la niebla; pensó que los soldados estaban intentando volver a prender fuego al parapeto hecho con troncos de árbol. Se escuchó una especie de grito agudo que pudo proceder del general, pero quizá no. 

El cañón ¿cuántos? No podría decirlo, pero más de dos; los disparos se seguían produciendo a un ritmo tremendo, y el ruido le sacudía los huesos cada medio minuto más o menos. 

Se obligó a parar, se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas, cogiendo aire. Creyó oír fuego de mosquete, disparos amortiguados, rítmicos, entre las explosiones de los cañones. Las disciplinadas descargas del ejército británico.

-¡Carguen!

-¡Fuego!

-¡Retroceda!- los gritos de un oficial se escucharon de repente en el único latido de silencio que se producía entre una explosión y la siguiente. 

-Usted no es un soldado. Si le matan...no quedará nadie aquí para ayudarles. ¡Retroceda, idiota!

Hasta entonces había estado al final de la fila. Pero ahora estaba rodeado de hombres, todos apelotonados, empujándose, corriendo en todas direcciones. Recibían órdenes a gritos, y pensó que algunos de ellos estaban verdaderamente intentando obedecerlas; escuchó gritos aquí y allá, vio a un muchacho negro, que no podía tener más de doce años, intentando cargar un mosquete más alto que él. Llevaba un uniforme azul oscuro, y un pañuelo amarillo chillón le asomaba por el cuello, algo que pudo ver cuando la neblina se retiró un instante.

Tropezó con alguien que estaba tirado en el suelo y aterrizó de rodillas. El agua medio salada le caló los pantalones. Había caído con las manos sobre el cuerpo del hombre abatido, y la súbita calidez que sintió en sus fríos dedos fue un shock que le devolvió la consciencia. 

El hombre gimió y Roger retiró inmediatamente las manos, recobró la compostura y buscó a ciegas la mano del hombre. Pero esa mano ya no existía, y su propia mano estaba llena de sangre caliente que hedía como un matadero. 

-¡Dios mío!- dijo. Y limpiándose la mano en los pantalones, rebuscó con la otra en su bolsa. Tenía trapos... sacó como pudo algo blanco e intentó atarlo alrededor de... buscó frenéticamente una muñeca, pero tampoco la había. Encontró un fragmento de manga y tanteó hacia arriba tan rápido como pudo, pero alcanzó la parte superior del brazo del hombre un instante después de que éste muriera. Pudo sentir la flacidez repentina del cuerpo bajo su mano. 

Todavía estaba de rodillas allí con el trapo sin usar en la mano cuando alguien se tropezó con él y cayó de cabeza haciendo que el agua les salpicara. Roger se puso de pie y caminó como un pato hasta el hombre caído. 

-¿Estás bien?- gritó, inclinándose hacia adelante. Algo pasó silbando por encima de su cabeza y se tiró encima del hombre, lo más pegado a él que pudo. 

-¡La madre que te parió! -exclamó el hombre, dando puñetazos incontroladamente a Roger- ¡quítate ahora mismo de encima de mí, cabrón!

Durante un momento se batieron en el barro y en el agua, intentando al mismo tiempo utilizarse el uno al otro como apoyo para poder incorporarse, y el cañón siguió disparando. Roger empujó al hombre y se las arregló para ponerse de rodillas en el barro. Desde detrás de él se oían gritos pidiendo ayuda, y se dió la vuelta en esa dirección. 

La niebla se había ya casi disipado, ahuyentada por las explosiones, pero el humo de los cañones caracoleaba blanco y a nivel del suelo desnivelado, mostrándole breves visiones de color y movimiento al deshacerse. 

-¡Ayúdenme, ayúdenme!

Entonces vio al hombre, a gatas, arrastrando una pierna, y corrió a través de los charcos para alcanzarle. No había mucha sangre, pero la pierna estaba claramente herida; le metió el hombro bajo el brazo y le puso de pie, apartándole lo más rápidamente posible de la fortificación, fuera de tiro...

El aire se sacudió otra vez y pareció como si la tierra se inclinara bajo sus pies. Se encontró en el suelo con el hombre al que había estado ayudando encima de él. Le había desaparecido la mandíbula, en el pecho se desparramaban sus dientes y la casaca del uniforme absorbía la sangre caliente. Aterrado, luchó por salir de debajo del cuerpo, que todavía sufría sacudidas -¡Oh Dios mío, Oh Dios mío, todavía estaba vivo- y se arrodilló a su lado, escurriéndose en el barro, apoyándose para no caer con la mano en el pecho del herido, donde podía sentir el corazón latiéndole al mismo ritmo de la sangre que le salía a borbotones. ¡Oh, Dios, ayúdame!

Buscó frenéticamente alguna palabra. No encontró ninguna. Todas las palabras de consuelo que había aprendido, todo lo que constituía su oficio...

-No estás solo -dijo,  jadeando, presionando fuertemente en el pecho que luchaba por conseguir aire, como si pudiera anclar al hombre a la tierra en la que se estaba disolviendo- Estoy aquí. No voy a dejarte. Todo va a ir bien. Vas a estar bien. 


24 de mayo de 2020

#DailyLine (ADELANTO) Libro 9. Marineros.

Fuente/Source: Diana Gabaldon


Escuchaba a medias el canto proveniente de la cocina mientras molía salvia, consuelda y sello de oro a una pasta polvorienta y aceitosa en la consulta. Era el crepúsculo, y si bien el sol caía cálido sobre las tablas del piso, las sombras eran frías. 

El teniente Bembridge le estaba enseñando a Fanny la letra de "Verdes crecen los juncos". Su voz era la de un tenor, verdadero y claro, que hizo que Bluebell lanzara un canto a la tirolesa cuando él tocaba una nota alta, pero yo lo disfrutaba. Me recordaba a cuando trabajaba en el hospital Pembroke, enrrollando vendas y preparando los kits quirúrgicos con las otras estudiantes de enfermería, mientras la melodía se filtraba con la niebla amarilla a través de la delgada ranura de la ventana abierta. En la parte baja había un patio y los pacientes ambulatorios se sentaban allí cuando el tiempo estaba bueno -o no tanto- a fumar, cantar y conversar para pasar el tiempo.

"Dos, dos, los niños blancos como un lirio,
Vestidos todos de verde, O-
Uno es uno y está solo
¡Y siempre será así!"

En 1940, la canción, amortiguada por la niebla, era a menudo interrumpida por toses y maldiciones roncas, pero siempre había alguien que lograba llegar al final de ella.

Los tenientes Bembridge y Esterhazy tenían diechiocho y diecinueve años, respectivamente, vigorosos y con buen estado de salud, y con la alegre ayuda de Bluebell habían logrado hacer tanto ruido que no alcancé a oír la puerta abrirse, ni los pasos en el pasillo, y me sorprendí tanto cuando dejé de mirar mi mortero y vi a Jamie en la puerta, que dejé que la maneta de piedra cayera directamente sobre mi pie.

"¡Au! ¡Por los clavos de Cristo!" Salté con un solo pie de detrás de la mesa y Jamie me atajó con un brazo.

"¿Estás bien, Sassenach?"

"¿Te parece que estoy bien? Me he roto un metatarsiano."

"Te compraré uno nuevo la próxima vez que vaya a Salisbury", me aseguró, soltándome el codo. "Mientras tanto, tengo todo en la lista, excepto... ¿Por qué hay ingleses cantando en mi cocina?"

"Oh. Eh, bueno..." No era que no hubiera pensado en su respuesta a dos oficiales navales de Su Majestad echando una mano a la economía doméstica, pero pensé que tendría tiempo de explicarle antes de que él se encontrara con ellos. Apoyé mi trasero contra el borde de la mesa, levantando del piso mi pie herido.

"Son dos jóvenes tenientes que solían navegar con el Capitán Cunningham. Fueron dejados en tierra, o abandonados, o algo así -de todas maneras, han perdido su barco, y no es época para encontrar otro hasta marzo o abril, entonces vinieron al cerro a quedarse con el Capitán. Elspeth Cunningham me los prestó para los quehaceres, como forma de pago por haberla ayudado con su hombro dislocado."

"Elspeth, ¿verdad?" Afortunadamente, parecía divertido en lugar de estar molesto. "¿Tenemos que alimentarlos?"

"Bien, les he estado dando almuerzo y una cena ligera. Luego se van de regreso a la cabaña del Capitán, y regresan al día siguiente a media mañana. Han reparado la puerta del establo," le dije extenuada, "dieron vuelta la tierra de mi jardín, cortaron madera, y han llevado todas las rocas que tú y Roger excavaron del campo superior hacia el invernadero y-"

Hizo un leve gesto, indicando que aceptaba mi decisión, y que ahora le gustaría cambiar el tema de la conversación. Lo cuál hizo besándome y preguntándome qué había de cenar. Olía a polvo, cerveza, y ligeramente a canela. 

"Creo que Fanny y el teniente Bembridge están preparando burgoo (1). Tiene carne de cerdo, de venado, y ardilla -aparentemente, debes tener al menos tres tipos de carne para que sea un burgoo propiamente dicho- pero no tengo idea qué más han puesto en él. Sin embargo, huele bien."

El estómago de Jamie hizo ruido.

"Sí, huele bien", dijo pensativo. "¿Y qué piensa Francis de ellos?"

"Creo que está un poco enamorada", dije en voz baja y echando una mirada al pasillo. "Cyrus vino de visita ayer, mientras ella les servía el almuerzo a los tenientes, y ella le pidió que se quedara, pero él en su lugar se irguió hasta alcanzar su altura máxima, los fulminó con la mirada, dijo algo rudo en gaélico -no creo que ella lo haya entendido, pero no era necesario- y se fue. Fanny se puso completamente colorada -por la indignación- y les sirvió a los tenientes la tarta de manzanas y pasas de uvas que era para Cyrus."

"(Preferible una langosta que soltera," en gaélico) dijo Jamie, y se encogió filosóficamente de hombros. Preferible una langosta que soltera.

"No piensas eso en realidad, ¿verdad?" le pregunté, curiosa.

"En el caso de la mayoría de las muchachas, sí," dijo. "Pero quiero a alguien mejor para Frances, y no creo que un marinero británico sea suficiente. ¿Dices que se marcharán cuando llegue la primavera?"

"Por lo que entendí, sí. ¡Auuh!" Masajeé con cuidado el tierno y palpitante hematoma en mi pie. El mortero me había golpeado en la base del dedo gordo del pie y mientras que el dolor original había disminuído un poco, tratar de apoyar el pie o doblar los dedos resultaba en una sensación de alambre de púas siendo pasado por entre mis dedos.

"Siéntate, a nighean," me dijo, y empujó la gran silla acolchada, que Brianna había bautizado La Silla Kibitzer, hacia mi. "Traje algunas botellas de buen vino de Salisbury, supongo que una de ellas hará que tu pie se sienta mejor."

Lo hizo. También logró que Jamie se sintiera mejor. Podía ver que había regresado a casa cargando algo, y sentí un pequeño nudo en mi propio corazón. Me lo diría cuando estuviera listo."

(1) Burgoo: Un estofado o una sopa espesa. Combinación de carne y verduras. Plato típico de Estados unidos.


 

17 de mayo de 2020

#DailyLine (ADELANTO) Libro Nueve. Visitas inesperadas

Fuente/Source: Diana Gabaldon



 


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[Excerpt from GO TELL THE BEES THAT I AM GONE, Copyright 2020 Diana Gabaldon]

Encontré al joven Ian, no en su terreno más arriba, sino en los bosques cercanos, rifle en mano.

"!No dispares!" exclamé a través de la maleza. "!Soy yo!"

"No podría confundirte con nada excepto con un oso pequeño o un cerdo grande, tía", me aseguró, mientras yo me abría paso hacia él a través de unos cornejos. "Y no quiero encontrarme con uno de esos hoy".

"Bien.  ¿Y qué tal si fueran un par de amables contrabandistas?"

Se lo expliqué tan bien como pude trotando detrás de él mientras se desviaba a través del campo para coger su guadaña, la cual puso entre mis manos.

"No creo que tengas que usarla tía", dijo mirando la expresión de mi rostro. "Pero si te quedas ahí bloqueando el camino, un hombre desesperado podría intentar atravesarlo".

Cuando llegamos, descubrimos que el camino había sido efectivamente bloqueado por la carga de la primera mula, que había conseguido quitarse de encima completamente. Cuando Ian y yo aparecimos un poco poco por debajo de los contrabandistas, la primera mula estaba disfrutando de su nueva ligereza de espíritu, y trepaba libremente sobre la pila de bolsas, cajas y objetos de mimbre hacia nosotros, tratando de unirse a su compañero, que tenía limitado el paso por un gran arbusto de zarzamoras que bordeaba el camino.

Evidentemente habíamos llegado casi al mismo tiempo que Jamie y Tom McLeod, ya que los dos traficantes se habían girado para mirarnos a Ian y a mí al mismo tiempo que Jamie y Tom aparecían en el camino por encima de ellos.

"¿Quién demonios sois?" preguntó uno de los hombres mirándonos a Ian y a mí con desconcierto. Ian se había recogido el pelo en un moño alto para retirarlo mientras segaba, y sin su camisa se le veía profundamente bronceado y tatuado, como el Mohawk que era. Yo no quería pensar cómo me veía, completamente despeinada y con el pelo lleno de hojas, pero agarré my guadaña y les dirigí una mirada severa.

"Soy Ian Ôg Murray" dijo Ian suavemente y me señaló con la cabeza "Y ella es mi tía. Oops" la primera mula husmeaba el camino entre nosotros provocando que ambos nos retiráramos del paso.

"Soy Ian Murray" repitió Ian dando un paso atrás colocando su rifle en una posición relajada pero definitivamente preparada sobre su pecho.


"Y yo", dijo una voz profunda desde arriba, "soy el Coronel James Fraser, del Cerro Fraser, y ella es mi esposa".  Se hizo visible, alto y de hombros anchos contra la luz, con Tom detrás de él con el rifle brillando con la luz del sol.

"Agarra la mula, Ian. Esta es mi tierra. ¿Y quienes son ustedes, si puedo preguntar?"

Los hombre se sacudieron sorprendidos y miraron hacia arriba- aunque uno miró de forma cautelosa hacia atrás para vigilar la retaguardia.

"Er....somos....um". El hombre joven- no debía de tener más de veinte años- dirigió una mirada de pánico al mayor. "Soy el Teniente Felix Summers, señor. Del barco de su Majestad, el Revenge".

Tom emitió un ruido que podía ser de diversión o amenaza. 

"¿Quién es tu amigo?" preguntó señalando al mayor, que podía ser cualquier cosa, desde un vagabundo a un cazador de los bosques, pero que en cualquier caso parecía un gran bebedor con las mejillas y la nariz llenas de capilares rotos.

"Yo....creo que su nombre es Voules, señor", dijo el teniente. "No es mi amigo". Su cara había pasado del blanco del susto al rosa brillante. "Le contraté en Salisbury, para que me ayudara con mi...mi equipaje".

"Ya veo", dijo Jamie educadamente. "¿Quizás está usted ......perdido, teniente? Creo que el océano más cercano está a trescientas millas de aquí".

"Estoy de permiso", dijo el joven para mantener su dignidad. "He venido a visitar a.....alguien".

"Hay premio para averiguar a quién", dijo Tom a Jamie bajando su rifle. "¿Qué quieres hacer con ellos Jamie?"

"Mi esposa y yo llevaremos al teniente y a su... hombre... a la casa para que se refresquen", dijo Jamie haciendo una graciosa reverencia a Summers. "¿Puedes ayudar a Ian con... ?" señaló con la cabeza al caos esparcido entre las rocas. "... Ian una vez que termines, sube y trae al Capitán Cunningham para unirse con nosotros, ¿de acuerdo?"

Summers captó la sutil diferencia entre "invitar" y "traer" al igual que lo hizo Ian, pero no tenía opción. Tenía una pistola y una daga de oficial en su cinturón, pero pude ver que la primera no estaba cebada y por lo tanto, tampoco estaba cargada, y además dudé que alguna vez la hubiera sacado con otro motivo que no fuera afilarla. Jamie ni siquiera miró sus armas y mucho menos pidió que las depusieran.

"Gracias, señor". dijo Summer girando sobre sus talones, y pasó tímidamente junto a mí y mi guadaña, bajando con la espalda rígida por el camino.

(!Gracias a Sandra Robson por esta deliciosa y etérea foto de abeja!)









15 de mayo de 2020

#DailyLines, 'Viento y Ceniza' capítulo 29: Perfectamente (Parte II)

Fuente/Source: Diana Gabaldon 
 
 
 
 
 
Diana Gabaldon: La serie de televisión, naturalmente, tiene un espacio muy limitado, y hacen un buen trabajo al escoger las partes que van a usar. Sin embargo, muchas cosas ocurrieron en realidad entre Jamie y Claire luego de que él la trajera a casa. Y pensé que tal vez debamos dar una mirada a esa parte de la historia, esta es la parte II de "¿Y luego qué ocurrió?".
La parte I la pueden encontrar aquí
 
Extracto de 'Viento y Ceniza'
©DianaGabaldon2006 
 
 
 No en la cocina, donde todavía estaban esparcidos los restos del naufragio emocional. No en la consulta, con todos esos recuerdos ásperos. Jamie vaciló, pero luego hizo un gesto hacia la escalera, enarcando una ceja. Yo asentí y lo seguí hasta nuestro dormitorio.
 
 Parecía familiar y a la vez extraño. Tal vez era sólo mi nariz lesionada lo que hacía que oliera raro; o quizá ese olor sólo existía en mi imaginación, frío y algo rancio, ya que estaba todo barrido y limpio. Jamie avivó el fuego y surgió una luz que se proyectó en las paredes de madera, mientras los olores de humo y resina ayudaban a llenar la sensación de vacío de la estancia.
 
 Ninguno de los dos miramos en dirección a la cama. Él prendió la vela que estaba sobre el lavabo, luego acercó nuestras dos banquetas a la ventana y abrió los postigos a la agitada noche. Había traído dos tazas de peltre; las llenó y las depositó sobre el alféizar, junto con las botellas.
 
 Yo permanecí junto a la puerta, observando sus preparativos. Mis sentimientos eran de lo más contradictorios. Por un lado, tenía la impresión de que él era un completo desconocido. Ni siquiera podía imaginar, sentirme a gusto tocándolo. Su cuerpo ya no era una agradable extensión del mío, sino algo ajeno, inaccesible.

 Al mismo tiempo, unas alarmantes punzadas de lujuria me atravesaban sin advertencia previa. Había estado ocurriendo todo el día.

 Eso daba miedo.

 Él se agachó para poner otro leño en el fuego, y yo casi me tambaleé. La sangre había abandonado mi cabeza. La luz brillaba en el pelo de sus brazos, en los oscuros huecos de su cara…

 Era esa sensación pura e impersonal de un apetito voraz —algo que me poseía pero que no formaba parte de mí— lo que me aterrorizaba. Y ese temor era lo que me hacía evitar su roce, más que el distanciamiento que sentía.

—¿Estás bien, Sassenach? —Él había visto mi cara y se acercó hacia
mí.

—Bien —dije, casi sin aire. Me senté de prisa; tenía las rodillas flojas, y cogí una de las tazas que él acababa de llenar—. Salud…

 Sus dos cejas se alzaron, pero él tomó el asiento opuesto al mío.

—Salud —repitió en voz baja y chocó su taza contra la mía.

 Mis dedos estaban fríos; los dedos de los pies también, así como la punta de la nariz. Eso también cambiaba sin advertencia previa. Al cabo de un minuto, tal vez me sentiría sofocada, sudorosa y ruborizada. Pero, por el momento, tenía frío, y me estremecí con la brisa que venía de la ventana, cargada de lluvia.

 El olor del vino era lo bastante fuerte como para generar un impacto incluso en mis dañadas membranas, y la dulzura fue un alivio tanto para los nervios como para el estómago. Bebí la primera taza con rapidez, y me serví otra, buscando crear rápidamente una pequeña capa de olvido entre la realidad y yo misma.

 Jamie bebía más lentamente, pero volvió a llenar su copa cuando yo lo hice. Él me miraba cada tanto, pero no decía nada. El silencio entre nosotros no era precisamente embarazoso, pero sí inquietante.

 Por fin, extendí la mano con suma lentitud y le toqué la nariz, donde una fractura que se había curado tiempo atrás presionaba la piel y formaba una delgada línea blanca.

—¿Sabes que nunca me has contado cómo te rompiste la nariz? —dije —. ¿Quién te la arregló?

—Oh, ¿eso? Nadie. —Sonrió, tocándosela con timidez—. Tuve suerte de que fuera una fractura limpia, porque en su momento no le presté la menor atención.

—Lo supongo. Dijiste… —Me interrumpí, recordando de repente lo
que había dicho.

 Cuando volví a encontrarlo, en su imprenta de Edimburgo, le pregunté cuándo se la había roto. Él respondió: «Unos tres minutos después de la última vez que te vi, Sassenach.» En la víspera de Culloden, entonces; en aquella rocosa colina escocesa, debajo del círculo de piedras erectas.

—Lo siento —dije débilmente—. No querrás pensar en ello, ¿verdad?

 Él me agarró la mano libre, con fuerza, y me miró.

—Puedes saberlo —dijo. Su voz era muy baja, pero él clavó sus ojos en los míos—. Todo. Todo lo que alguna vez he sufrido. Si lo deseas, si eso te ayuda, lo reviviré todo para ti.

—Oh, Dios mío, Jamie —lamenté en tono quedo—. No, no necesito saber; lo único que necesito es saber que sobreviviste a ello. Que estás bien. Pero… —vacilé—. ¿Me atrevo yo a contártelo a ti? —Lo que yo había sufrido, quería decir, y él lo sabía.

—¿Debes hacerlo?

—Creo que sí. Algún día. Pero no ahora… no, a menos que… tú necesites oírlo. —Tragué saliva—. Primero.

—Ahora no —susurró—. Ahora no.

 Aparté la mano y tragué el resto del vino que tenía en la copa. Yo había dejado de pasar de caliente a frío; ahora sólo sentía calidez en todo el cuerpo, y lo agradecía.

—Tu nariz —dije, y serví otra taza—. Cuéntamelo, por favor.

—Sí, bueno. Había dos soldados ingleses, que estaban subiendo la colina, como una patrulla de reconocimiento. Creo que no esperaban hallar a nadie; ninguno de los dos tenía cargado el mosquete, o yo hubiera muerto allí.

 Hablaba en un tono totalmente despreocupado.

—Me vieron, ¿sabes?, y luego uno de ellos te vio a ti, allí arriba. Él gritó y empezó a seguirte, entonces yo me arrojé sobre él. No me importaba qué pasaría, si conseguía que tú estuvieras a salvo, de modo que me abalancé sobre él; le hundí la daga en un costado. Pero su caja de municiones giró hacia mí y el cuchillo se quedó clavado en ella, y… y mientras yo trataba de liberarlo y de evitar que me mataran —añadió con una sonrisa torcida—, su compañero se acercó y me atizó en la cara con la culata de su mosquete.

 Me sobresalté, porque ahora ya sabía lo que se sentía. Sólo de oírlo, mi nariz comenzó a palpitar. Respiré, me la toqué con cuidado con la base de la mano, y serví más vino.

—¿Cómo escapaste?

—Le quité el mosquete y los aporreé a los dos con él hasta matarlos.

 Habló en voz baja, casi monótona, pero había una extraña resonancia que hizo que mi estómago se moviera, incómodo. Todavía era muy reciente para mí la visión de las gotas de sangre brillando a la luz del alba en los pelos de su brazo. Demasiado reciente ese matiz de… ¿qué era?, ¿satisfacción?, en su voz.

 De pronto me sentí demasiado inquieta como para quedarme sentada. Me puse en pie, inclinándome sobre el alféizar. Se avecinaba una tormenta; el viento era refrescante, y echaba hacia atrás mi pelo recién lavado, mientras los relámpagos estallaban a lo lejos.

—Lo lamento, Sassenach —dijo Jamie, en tono de preocupación—. No debería habértelo contado. ¿Estás molesta?

—¿Molesta? No, no por eso —respondí algo lacónicamente.

¿Por qué le había preguntado por su nariz, justamente? ¿Por qué en ese momento?

—¿Qué es lo que te molesta, entonces? —preguntó él en voz baja.

 Lo que me molestaba era que el vino había cumplido muy bien su función de anestesiarme, y que ahora yo había arruinado ese efecto. Todas las imágenes de la noche anterior habían regresado a mi cabeza, convertidas en un nítido Technicolor por aquella sencilla afirmación, aquellas palabras, dichas en un tono tan indiferente: «Le quité el mosquete y los aporreé a los dos con él hasta matarlos.» Y su eco tácito: «Yo soy el que mata por ella.»
 
  Sentí deseos de vomitar. Bebí más vino, sin paladearlo, tragándolo lo más de prisa que pude. Oí a lo lejos que Jamie volvía a preguntarme qué era lo que me molestaba, y giré mi rostro para enfrentarme a él.

—Lo que me molesta… ¡Molesta, qué palabra tan estúpida! Lo que me pone totalmente furiosa es que yo podría haber sido cualquiera, cualquier cosa, un sitio cálido y esponjoso… ¡Por Dios, no era más que un agujero para ellos!

 Golpeé el alféizar con el puño y luego, enfadada por ese golpecito impotente, levanté la taza, me di la vuelta y la arrojé contra la pared.

—No fue así con Black Jack Randall, ¿verdad? —exigí saber—. Él te conocía, ¿no? Él te vio cuando te usó; no habría sido lo mismo si tú hubieras sido otro; él te quería a ti.

—Por Dios, ¿crees que aquello fue mejor? —espetó Jamie.

 Me detuve, jadeando y sintiéndome mareada.

—No. —Me desplomé sobre la banqueta y cerré los ojos, sintiendo que la habitación daba vueltas y vueltas a mi alrededor—. No. Para nada. Creo que Jack Randall era un condenado sociópata, un pervertido de primer nivel, y éstos… éstos… —agité una mano, incapaz de encontrar una palabra adecuada—. Éstos eran sólo… hombres.

 Dije la última palabra con un tono de desprecio evidente.

—Hombres —repitió Jamie con un tono de voz extraño.

—Hombres —volví a decir. Abrí los ojos y lo miré—. He sobrevivido a una maldita guerra mundial. He perdido a un hijo. He perdido a dos maridos. He pasado hambre junto a un ejército, me han golpeado y herido, me han tratado con condescendencia, me han traicionado, me han encarcelado y atacado. ¡Y he sobrevivido, mierda! —Mi voz estaba haciéndose cada vez más fuerte, pero no podía evitarlo—. ¿Y ahora debería estar destrozada porque unos infelices (patéticas excusas de hombres) metieron sus desagradables y pequeñitos apéndices entre mis piernas y los agitaron?

 Me puse en pie, agarré el borde de la jofaina y lo hice volcar, haciendo que todo saliera volando con un gran estrépito: la palangana, el aguamanil y el candelabro con la vela encendida, que se apagó de inmediato.

—Bueno, pues no será así —terminé, más serenada.

—¿Desagradables y pequeñitos apéndices?

—El tuyo no —aclaré—. No me refería al tuyo. En realidad, al tuyo le tengo bastante cariño. —Entonces me senté y estallé en lágrimas. Él me rodeó con sus brazos, lenta y suavemente. Yo no me sobresalté ni traté de apartarme, y él apretó mi cabeza contra la suya, acariciando mi pelo húmedo y enredado, metiendo sus dedos en él.

—Dios santo, eres muy valiente —murmuró.

—No —dije con los ojos cerrados—. No lo soy.

 Le agarré la mano y la llevé a mis labios. Froté mi maltrecha boca contra sus nudillos. Estaban hinchados, tan llenos de hematomas como los míos. Toqué su piel con mi lengua; sabía a jabón, a polvo y a plata de los rasguños y los tajos, marcas dejadas por huesos y dientes rotos. Apreté con los dedos las venas debajo de la piel de su muñeca y su brazo, suavemente resistentes, y las sólidas líneas de los huesos. Tanteé sus venas, deseando entrar en su torrente sanguíneo, desplazarme por él, disuelta e incorpórea, encontrar refugio en las cámaras de su corazón. Pero no pude.

 Subí mi mano por su manga, explorando, aferrándome, reaprendiéndome su cuerpo. Le toqué el pelo de la axila y lo acaricié, sorprendida por lo suave que era.

—¿Sabes? —dije—. Creo que jamás te había tocado ahí.

—Creo que no —respondió, con una risa nerviosa—. Lo recordaría. ¡Oh! —Un arrebato de carne de gallina explotó sobre la suave piel de esa zona, y yo presioné la frente contra su pecho.

—Lo peor —dije con la boca en su camisa— es que los conocí. A cada uno de ellos. Y los recordaré. Y me sentiré culpable de que estén muertos, por mi causa.

—No —replicó él con suavidad pero con firmeza—. Están muertos por mi causa, Sassenach. Y por causa de su propia maldad. Si hay alguna culpa, que recaiga sobre ellos. O sobre mí.

—Sobre ti sólo no —respondí, con los ojos todavía cerrados. Estaba oscuro, y era un alivio—. Tú eres sangre de mi sangre, hueso de mis huesos. Tú mismo lo has dicho: lo que haces recae sobre mí también.

—Entonces, que tu voto me redima —susurró.
 
*****

 Me hizo ponerme en pie y me acercó hacia él, como un sastre cogiendo un trozo de una seda frágil y pesada; con lentitud, extendiendo bien los dedos, pliegue sobre pliegue. Me llevó por la habitación y me depositó sobre la cama con suma delicadeza, a la luz del vacilante fuego.

 Él había tenido la intención de ser dulce, muy dulce. Lo había planeado con cuidado, preocupándose a cada paso del largo camino a casa. Ella estaba rota; él debía ser astuto, tomarse su tiempo. Ser muy cuidadoso cuando volviera a pegar los pedacitos rotos.

 Y entonces él llegó a ella y descubrió que ella no deseaba nada dulce, ningún cortejo. Deseaba que fuera directo. Brevedad y violencia. Si ella estaba rota, entonces lo cortaría a él con sus bordes afilados, con la misma insensatez de un borracho con una botella hecha añicos.

 Durante un momento, dos momentos, él se debatió, tratando de abrazarla y de besarla con ternura. Ella se retorció como una anguila en sus brazos, luego rodó encima de él, serpenteando y mordiendo.

 Él había pensado que la tranquilizaría —que ambos se tranquilizarían — con el vino. Sabía que ella perdía el control de sí misma cuando bebía; pero ahora no lograba comprender qué era lo que ella estaba reprimiendo, pensó con tristeza, al tiempo que trataba de agarrarla sin hacerle daño.

 Él, más que nadie, debería haberlo sabido. No era miedo o pena o dolor… era furia.

 Ella le arañó la espalda; él sintió el choque de las uñas rotas, y pensó vagamente que eso era bueno: ella peleaba. Ése fue el último de sus pensamientos; luego su propia furia se apoderó de él, furia y una lujuria que recayó sobre él como un trueno negro sobre una montaña, una nube que lo ocultaba todo y que lo ocultaba a él de todo, hasta que la amable familiaridad se perdió y él quedó solo, extraño en la oscuridad.

 La ira hirvió y estalló en sus testículos, y él cabalgó espoleado por ella. Que su relámpago quemara y abrazara todo rastro del intruso en su matriz, y si ambos terminaban ardiendo hasta los huesos y hasta convertirse en cenizas, pues que así fuera.
 
*****

 Cuando recobró el sentido, él yacía con todo su peso encima de ella, aplastándola contra la cama. La respiración se atragantó en sus pulmones con un sollozo; sus manos aferraron los brazos de ella con tanta fuerza que sintió que sus huesos eran ramitas a punto de romperse.

 Se había perdido. No estaba seguro de dónde terminaba su cuerpo. Su mente se sacudió un poco, aterrorizada por la posibilidad de haber perdido para siempre su función. No. Sintió una gota fría y repentina en el hombro, y las partes separadas de él se juntaron de inmediato como bolitas dispersas de azogue, dejándolo tembloroso y consternado.

 Todavía estaba unido a ella. Sintió deseos de huir, pero consiguió moverse lentamente, soltando los dedos uno a uno de los brazos de ella, apartando el cuerpo con suavidad, aunque el esfuerzo le parecía inmenso, como si su peso fuera de lunas y planetas. Casi esperó verla aplastada, sin vida, sobre las sábanas. Pero el elástico arco de sus costillas se elevó, cayó y volvió a elevarse de manera tranquilizadora.

 Le cayó otra gota en la nuca, y él encorvó los hombros, sorprendido.

 Ese movimiento le llamó la atención a ella, que levantó la mirada. Él, alarmado, se encontró con sus ojos. Ella compartía su sorpresa, la sorpresa de dos desconocidos que se encuentran desnudos. Sus ojos se apartaron de los de él y se dirigieron hacia el techo.

—Hay una gotera en el techo —susurró—. Veo una mancha de humedad.

 Él ni siquiera se había dado cuenta de que estaba lloviendo. Sin embargo, la habitación estaba oscura con el resplandor de la lluvia, y se oía un fuerte repiqueteo contra el tejado, un sonido que parecía provenir desde el interior de su sangre, como el pulso del bodhrán en la noche, como el pulso de su corazón en el bosque.

 Él se estremeció y, como no se le ocurría ninguna otra idea, le besó la frente. Los brazos de ella surgieron como un cepo y lo agarraron con ferocidad y él también la aferró, con tanta fuerza que sintió la respiración que salía de sus pulmones, pero incapaz de soltarla. Pensó en lo que había dicho Brianna sobre gigantescos astros que giraban por el espacio, en eso que se llamaba gravedad; ¿y qué había de grave al respecto? En ese momento, se dio cuenta: una fuerza tan grande como para equilibrar en el aire un cuerpo de una inmensidad inconcebible; o hacer que dos de esos cuerpos chocaran entre sí, en una explosión de destrucción y polvo de estrellas.

 Le había hecho moretones; había marcas rojas y oscuras en sus brazos, donde habían estado sus dedos. Se pondrían negras antes del final del día. Las marcas de otros hombres florecían negras y púrpuras, azules y amarillas, borrosos pétalos atrapados bajo la blancura de su piel.

 Él sintió que sus muslos y sus nalgas estaban agotados por el esfuerzo, y tuvo un fuerte calambre que lo hizo soltar un gemido y retorcerse para aflojarlo. Se separaron lentamente y con vacilación.

—¿Cómo te sientes? —preguntó ella en voz baja.

—Fatal —respondió él con total honestidad. Tenía la voz ronca, como si hubiera estado gritando. La boca de ella había vuelto a sangrar; había una mancha roja en su barbilla, y él notó un sabor metálico en su propia boca. Se aclaró la garganta, queriendo apartar la mirada de sus ojos; pasó el pulgar por la mancha de sangre, limpiándola torpemente.

—¿Y tú? —preguntó, y las palabras le rasparon la garganta—. ¿Tú como te sientes?

 Tuvo la sensación de que ella estaba mirando más allá de él, a través de él; pero entonces el foco de su mirada regresó y ella lo miró directamente, por primera vez desde que la había llevado a casa.

—A salvo —susurró, y cerró los ojos. Tomó un largo aliento y su cuerpo se relajó por completo de una vez, cayendo flojo y pesado.

 Él la sostuvo, rodeándola con ambos brazos, como si estuviera salvándola de morir ahogada, pero sintió que se hundía de todas formas. Sintió deseos de gritarle que no se marchara, que no lo dejase solo, añorándola, deseando que estuviera curada, temeroso de su vuelo, e inclinó la cabeza, enterrando la cara en su pelo y en su olor.

 Entonces él gritó sin hacer ruido, con los músculos tensos hasta sentir dolor para que el grito no lo sacudiera, para que ella no se despertara y lo viera y lloró al vacío con una respiración irregular, contra la almohada mojada debajo de su cara. Luego se quedó allí, exhausto más allá de la idea de cansancio, demasiado lejos para dormir, incluso para recordar cómo era eso. Su único consuelo era ese peso pequeño y frágil que yacía cálido sobre su corazón, respirando.

 Entonces las manos de ella se levantaron y descansaron sobre él, las lágrimas se enfriaron en su cara, congelándose, ante la blancura de ella, tan limpia como la nieve muda que cubre los restos calcinados y la sangre y exhala un aliento de paz sobre el mundo.

Outlander 512 'Never My Love' : Los simbolismos escondidos dentro del último episodio.



Advertencia: La publicación contiene spoilers del último episodio de la T5 de Outlander, Never My Love.

Outlander nos entregó uno de los episodios más brutales hasta la fecha para el final de la quinta temporada,  Never My Love.

Luego de ser capturada por Lionel Brown, Claire es sometida a violaciones y otras formas de asaltos físicos, como así también abuso verbal y más. Enojado por sus consejos médicos bajo el pseudónimo de Dr. Rawlings, el hombre lleva a cabo una vendetta personal contra la matriarca Fraser, por meterle en la cabeza a su esposa que ella puede negarse a sus avances en la cama.

Durante todo este proceso, Claire va y viene entre lo que realmente le ocurre, y una somnolencia ambientada en la década  de los años 60, que incluye a Jamie y a muchos de los miembros amados de su familia.

Aquí les contamos todas las piezas claves escondidas en el sueño de Claire. Si se nos ha pasado alguna, estaremos felices de añadirla si nos dejan un comentario.

 El hogar seguro de Claire

 Mientras escuchamos la melodía de 'Never My Love' (por Association, 1967) y nos abrimos paso a través del lugar seguro de Claire, comenzamos a notar artefactos reales y conectamos los puntos. El primer detalle es la casa misma. Fue plantado en el subconciente de Claire a principios de esta temporada, en el episodio 505. Lo confirmamos mientras avanzamos por el pasillo a lo largo de la extensión abierta de vidrio que se muestra en la portada de la revista el EP5.


El tartán de Jamie

 Una imagen familiar de la secuencia del sueño incluye a Jamie envolviendo a Claire en su tartán. A través de toda la serie, este gesto simboliza un lugar seguro para Claire, y considerando la realidad a la que se está enfrentando en el mundo real, es de entender que ella trajera a la mente una imagen consoladora como esta. Otro paralelismo con el primer episodio de la T1 es la frase de Jamie a Claire "tiemblas tanto que me haces castañetear los dientes". Vemos a Jamie al lado de Claire en la mayoría de las tomas de este sueño, y cuando vemos que Jamie la cubre con su tartán, es un recordatorio de la cantidad de veces que ha hecho esto.



La naranja

 La última vez que los seguidores vimos una naranja fue durante la T2, mientras ellos estaban en Francia. Cuando Claire trató de negociar la libertad de su esposo encarcelado con el rey Luis XV de Francia, y sabemos como termina eso. Volviendo a tener el control en ese horrible momento, ella no se retira de ese encuentro con las manos vacías, y se lleva una de las naranjas del rey con ella. "Luego de la visita al rey de Francia para salvar la vida de Jamie, cuando ella está por dejar el palacio de Versailles, lo último que hace es recoger una naranja para llevarse. Fue un pequeño gesto de Claire, una elección que simboliza que se retira de ese lugar con su dignidad intacta. Matt y yo incluímos esto adrede en la secuencia del sueño del EP512: Que la naranja fuera visible en la toma de inicio de su living room, luego, cuando se mezcla con la posibilidad de matar a Lionel para vengarse, Claire vuelve a un flash de la naranja -y luego sale caminando de ese lugar con la misma en su posesión- un símbolo de que ella ha salido con su dignidad intacta. Ella tiene una parte de si misma que nadie jamás será capaz de quitarle", dice Toni Graphia, guionista y productora ejecutiva de la serie de televisión.


El vestido rojo

 Claire llevó puesto el famoso vestido rojo de la T2, que hizo voltear a más de una cabeza. Estamos seguros de que esa vestimenta llamativa en la secuencia de su sueño no es una coincidencia, y es un evidente llamado al memorable vestido que usó durante su visita a Versailles con Jamie y Murtagh.


Cena familiar

 Toda la familia que Claire tiene en el siglo XVIII, vivos o muertos, estaban sentados a la mesa, excepto Roger y Brianna, que supuestamente murieron en un accidente automovilístico en este sueño enroscado. Tal vez represente el hecho de que no importa lo que Claire haga, su familia nunca estará completa con miembros a uno y otro lado del tiempo, ilustrando el lado oscuro de haber elegido su vida con Jamie en Fraser's Ridge por sobre quedarse en el futuro con su hija.


La libélula

 Cuando Jamie y Claire aún eran recién casados, el amigo de Jamie, Hugh, les regala un trozo de ámbar que contiene una libélula dentro. Cuando la batalla de Culloden está por comenzar en la segunda temporada, Claire deja el trozo de ámbar con Jamie mientras ella emprende el camino al futuro. Más adelante vemos como Claire descubre esta pieza en una colección, durante su viaje a Escocia con Brianna para el funeral del reverendo Wakefield. Demás está decir que la libélula juega un rol simbólico en la relación de Jamie y Claire, lo que explicaría que estuviera presente en su sueño.
NdT: El título original en inglés del segundo libro es 'Dragonfly in Amber' (Libélula en Ambar) que al español fue traducido como 'Atrapada en el Tiempo', y eso es lo que la autora de la saga de libros ha dicho que siente Claire durante la segunda temporada, que está atrapada en el tiempo.


El conejo

 Cuando Jamie despierta en el campo de batalla de Culloden, luego de cesado el fuego, alcanza a ver a un conejo vagando por entre los cuerpos antes de imaginar a Claire caminando hacia él. En el sueño de Claire, ella también ve un conejo, y en este caso podría simbolizar a Jamie de la misma manera en la que ella fue un símbolo para él.


El jarrón azul

 En el primer episodio de la primera temporada, Claire mira los jarrones a través de la vidriera de un negocio en Inverness, y su narración revela lo siguiente: "No quería nada más en el mundo que ser dueña de mi propio jarrón", queriendo significar que al comprar uno, sería el comienzo de una larga y tranquila vida de hogar. Este sueño se cumple en esta secuencia cuando vemos al jarrón entre las pertenencias de su casa en los años 60. En el EP101, Claire se lamenta sobre cmo hubiera cambiado su vida su hubiera comprado aquel jarrón. En el episodio final de la T5, es un oscuro recordatorio de cuánto han cambiado las cosas desde aquel momento.



Las raíces Mohawk de Ian

La conexión de Ian con los Mohawk está simbolizada en un aplique de su uniforme de soldado, que de alguna manera tiene paralelo con su vestimenta de guerra en el mundo real. El uniforme de Ian  no hace referencia a nada que haya ocurrido en la serie, sino más bien a una referencia a la guerra de Vietnam, que ocurrió a finales de la década del 60, principios del 70, que es cuando esta escena parece tener lugar.
Mientras que la mayoría del uniforme de Ian tiene rigor histórico, él lleva un aplique en el hombro que tiene la silueta de una persona de los Pueblos Originarios, y que nos transporta al tiempo en que Ian vivió con los Mohawk. También, lo que cuelga de las medallas está hecho de wampum y cuentas de los Pueblos Originarios, según Trisha Biggar, jefa de vestuario de la serie. Los botones, de la chaqueta, además, tienen dibujos de libélulas.


El mismo empapelado que aparece en Lallybroch, se puede apreciar también en el hogar imaginario de Claire en los años 60.









El microscopio que Jamie regala a Claire en su aniversario de bodas. A su lado, podemos ver una máquina de escribir. Podría haber pertenecido a Frank? O podría haber sigo un guiño a la escritora de la saga, Diana Gabaldon? La máquina aún tiene una hoja de papel en ella, significando que la historia de Jamie y Claire aún se sigue escribiendo.












La gotera
Durante una secuencia en el hogar feliz de Claire, se observa una gotera en el techo. Toni Graphia: Cuando experimentas trauma, la oscuridad se va a filtrar, incluso en los paisajes oníricos. Eso se tradujo en encontrar estos momentos, como Lionel mirando por la ventana, o la gotera que surge del techo. O el temor de Claire de que Roger y Bree podrían estar muertos, porque se han ido, de si han logrado cruzar en el tiempo. Y al final del sueño, la policía les informa que no han sobrevivido. Podría ser también una referencia directa al libro 3, Viajera, capítulo 36: Hechicería Práctica y Aplicada: «Detrás de mi, la capa empezó a gotear agua en el suelo con un lento y arrítmico golpeteo. Me inquieté al recordar una antigua superstición escocesa, el goteo de la muerte. Según cuenta la leyenda, justo antes de que muera alguien, las personas sensibles a esta clase de cosas oyen un goteo de agua».


La pintura en el hogar de Claire de los años 60 es un abstracto de Fraser's Ridge en el siglo XVIII. Matt Roberts: Quien vea el episodio, probablemente deba volverlo a ver para poder apreciar que lo que estás mirando Claire es una pintura de Fraser's Ridge, y luego aparecen más elemento del lugar que entran en escena.


«Dinna be afraid, there's the two of us now».
Clara referencia a la T1 de Outlander. Frase icónica de Jamie a Claire.












En este vídeo de 'Inside the World of Outlander' podemos ver la explicación de Matt Roberts y Toni Graphia sobre estas secuencias, como así también toda la preparación que demandó este episodio para Caitriona Balfe.