Diana
Gabaldon: La serie de televisión, naturalmente, tiene un espacio muy
limitado, y hacen un buen trabajo al escoger las partes que van a usar.
Sin embargo, muchas cosas ocurrieron en realidad entre Jamie y Claire
luego de que él la trajera a casa. Y pensé que tal vez debamos dar una
mirada a esa parte de la historia, esta es la parte II de "¿Y luego qué
ocurrió?".
La parte I la pueden encontrar aquí
Extracto de 'Viento y Ceniza'
©DianaGabaldon2006
No en la cocina, donde todavía estaban esparcidos los restos del naufragio emocional. No en la consulta, con todos esos recuerdos ásperos. Jamie vaciló, pero luego hizo un gesto hacia la escalera, enarcando una ceja. Yo asentí y lo seguí hasta nuestro dormitorio.
Parecía familiar y a la vez extraño. Tal vez era sólo mi nariz lesionada lo que hacía que oliera raro; o quizá ese olor sólo existía en mi imaginación, frío y algo rancio, ya que estaba todo barrido y limpio. Jamie avivó el fuego y surgió una luz que se proyectó en las paredes de madera, mientras los olores de humo y resina ayudaban a llenar la sensación de vacío de la estancia.
Ninguno de los dos miramos en dirección a la cama. Él prendió la vela que estaba sobre el lavabo, luego acercó nuestras dos banquetas a la ventana y abrió los postigos a la agitada noche. Había traído dos tazas de peltre; las llenó y las depositó sobre el alféizar, junto con las botellas.
Yo permanecí junto a la puerta, observando sus preparativos. Mis sentimientos eran de lo más contradictorios. Por un lado, tenía la impresión de que él era un completo desconocido. Ni siquiera podía imaginar, sentirme a gusto tocándolo. Su cuerpo ya no era una agradable extensión del mío, sino algo ajeno, inaccesible.
Al mismo tiempo, unas alarmantes punzadas de lujuria me atravesaban sin advertencia previa. Había estado ocurriendo todo el día.
Eso daba miedo.
Él se agachó para poner otro leño en el fuego, y yo casi me tambaleé. La sangre había abandonado mi cabeza. La luz brillaba en el pelo de sus brazos, en los oscuros huecos de su cara…
Era esa sensación pura e impersonal de un apetito voraz —algo que me poseía pero que no formaba parte de mí— lo que me aterrorizaba. Y ese temor era lo que me hacía evitar su roce, más que el distanciamiento que sentía.
—¿Estás bien, Sassenach? —Él había visto mi cara y se acercó hacia
mí.
—Bien —dije, casi sin aire. Me senté de prisa; tenía las rodillas flojas, y cogí una de las tazas que él acababa de llenar—. Salud…
Sus dos cejas se alzaron, pero él tomó el asiento opuesto al mío.
—Salud —repitió en voz baja y chocó su taza contra la mía.
Mis dedos estaban fríos; los dedos de los pies también, así como la punta de la nariz. Eso también cambiaba sin advertencia previa. Al cabo de un minuto, tal vez me sentiría sofocada, sudorosa y ruborizada. Pero, por el momento, tenía frío, y me estremecí con la brisa que venía de la ventana, cargada de lluvia.
El olor del vino era lo bastante fuerte como para generar un impacto incluso en mis dañadas membranas, y la dulzura fue un alivio tanto para los nervios como para el estómago. Bebí la primera taza con rapidez, y me serví otra, buscando crear rápidamente una pequeña capa de olvido entre la realidad y yo misma.
Jamie bebía más lentamente, pero volvió a llenar su copa cuando yo lo hice. Él me miraba cada tanto, pero no decía nada. El silencio entre nosotros no era precisamente embarazoso, pero sí inquietante.
Por fin, extendí la mano con suma lentitud y le toqué la nariz, donde una fractura que se había curado tiempo atrás presionaba la piel y formaba una delgada línea blanca.
—¿Sabes que nunca me has contado cómo te rompiste la nariz? —dije —. ¿Quién te la arregló?
—Oh, ¿eso? Nadie. —Sonrió, tocándosela con timidez—. Tuve suerte de que fuera una fractura limpia, porque en su momento no le presté la menor atención.
—Lo supongo. Dijiste… —Me interrumpí, recordando de repente lo
que había dicho.
Cuando volví a encontrarlo, en su imprenta de Edimburgo, le pregunté cuándo se la había roto. Él respondió: «Unos tres minutos después de la última vez que te vi, Sassenach.» En la víspera de Culloden, entonces; en aquella rocosa colina escocesa, debajo del círculo de piedras erectas.
—Lo siento —dije débilmente—. No querrás pensar en ello, ¿verdad?
Él me agarró la mano libre, con fuerza, y me miró.
—Puedes saberlo —dijo. Su voz era muy baja, pero él clavó sus ojos en los míos—. Todo. Todo lo que alguna vez he sufrido. Si lo deseas, si eso te ayuda, lo reviviré todo para ti.
—Oh, Dios mío, Jamie —lamenté en tono quedo—. No, no necesito saber; lo único que necesito es saber que sobreviviste a ello. Que estás bien. Pero… —vacilé—. ¿Me atrevo yo a contártelo a ti? —Lo que yo había sufrido, quería decir, y él lo sabía.
—¿Debes hacerlo?
—Creo que sí. Algún día. Pero no ahora… no, a menos que… tú necesites oírlo. —Tragué saliva—. Primero.
—Ahora no —susurró—. Ahora no.
Aparté la mano y tragué el resto del vino que tenía en la copa. Yo había dejado de pasar de caliente a frío; ahora sólo sentía calidez en todo el cuerpo, y lo agradecía.
—Tu nariz —dije, y serví otra taza—. Cuéntamelo, por favor.
—Sí, bueno. Había dos soldados ingleses, que estaban subiendo la colina, como una patrulla de reconocimiento. Creo que no esperaban hallar a nadie; ninguno de los dos tenía cargado el mosquete, o yo hubiera muerto allí.
Hablaba en un tono totalmente despreocupado.
—Me vieron, ¿sabes?, y luego uno de ellos te vio a ti, allí arriba. Él gritó y empezó a seguirte, entonces yo me arrojé sobre él. No me importaba qué pasaría, si conseguía que tú estuvieras a salvo, de modo que me abalancé sobre él; le hundí la daga en un costado. Pero su caja de municiones giró hacia mí y el cuchillo se quedó clavado en ella, y… y mientras yo trataba de liberarlo y de evitar que me mataran —añadió con una sonrisa torcida—, su compañero se acercó y me atizó en la cara con la culata de su mosquete.
Me sobresalté, porque ahora ya sabía lo que se sentía. Sólo de oírlo, mi nariz comenzó a palpitar. Respiré, me la toqué con cuidado con la base de la mano, y serví más vino.
—¿Cómo escapaste?
—Le quité el mosquete y los aporreé a los dos con él hasta matarlos.
Habló en voz baja, casi monótona, pero había una extraña resonancia que hizo que mi estómago se moviera, incómodo. Todavía era muy reciente para mí la visión de las gotas de sangre brillando a la luz del alba en los pelos de su brazo. Demasiado reciente ese matiz de… ¿qué era?, ¿satisfacción?, en su voz.
De pronto me sentí demasiado inquieta como para quedarme sentada. Me puse en pie, inclinándome sobre el alféizar. Se avecinaba una tormenta; el viento era refrescante, y echaba hacia atrás mi pelo recién lavado, mientras los relámpagos estallaban a lo lejos.
—Lo lamento, Sassenach —dijo Jamie, en tono de preocupación—. No debería habértelo contado. ¿Estás molesta?
—¿Molesta? No, no por eso —respondí algo lacónicamente.
¿Por qué le había preguntado por su nariz, justamente? ¿Por qué en ese momento?
—¿Qué es lo que te molesta, entonces? —preguntó él en voz baja.
Lo que me molestaba era que el vino había cumplido muy bien su función de anestesiarme, y que ahora yo había arruinado ese efecto. Todas las imágenes de la noche anterior habían regresado a mi cabeza, convertidas en un nítido Technicolor por aquella sencilla afirmación, aquellas palabras, dichas en un tono tan indiferente: «Le quité el mosquete y los aporreé a los dos con él hasta matarlos.» Y su eco tácito: «Yo soy el que mata por ella.»
Sentí deseos de vomitar. Bebí más vino, sin paladearlo, tragándolo lo más de prisa que pude. Oí a lo lejos que Jamie volvía a preguntarme qué era lo que me molestaba, y giré mi rostro para enfrentarme a él.
—Lo que me molesta… ¡Molesta, qué palabra tan estúpida! Lo que me pone totalmente furiosa es que yo podría haber sido cualquiera, cualquier cosa, un sitio cálido y esponjoso… ¡Por Dios, no era más que un agujero para ellos!
Golpeé el alféizar con el puño y luego, enfadada por ese golpecito impotente, levanté la taza, me di la vuelta y la arrojé contra la pared.
—No fue así con Black Jack Randall, ¿verdad? —exigí saber—. Él te conocía, ¿no? Él te vio cuando te usó; no habría sido lo mismo si tú hubieras sido otro; él te quería a ti.
—Por Dios, ¿crees que aquello fue mejor? —espetó Jamie.
Me detuve, jadeando y sintiéndome mareada.
—No. —Me desplomé sobre la banqueta y cerré los ojos, sintiendo que la habitación daba vueltas y vueltas a mi alrededor—. No. Para nada. Creo que Jack Randall era un condenado sociópata, un pervertido de primer nivel, y éstos… éstos… —agité una mano, incapaz de encontrar una palabra adecuada—. Éstos eran sólo… hombres.
Dije la última palabra con un tono de desprecio evidente.
—Hombres —repitió Jamie con un tono de voz extraño.
—Hombres —volví a decir. Abrí los ojos y lo miré—. He sobrevivido a una maldita guerra mundial. He perdido a un hijo. He perdido a dos maridos. He pasado hambre junto a un ejército, me han golpeado y herido, me han tratado con condescendencia, me han traicionado, me han encarcelado y atacado. ¡Y he sobrevivido, mierda! —Mi voz estaba haciéndose cada vez más fuerte, pero no podía evitarlo—. ¿Y ahora debería estar destrozada porque unos infelices (patéticas excusas de hombres) metieron sus desagradables y pequeñitos apéndices entre mis piernas y los agitaron?
Me puse en pie, agarré el borde de la jofaina y lo hice volcar, haciendo que todo saliera volando con un gran estrépito: la palangana, el aguamanil y el candelabro con la vela encendida, que se apagó de inmediato.
—Bueno, pues no será así —terminé, más serenada.
—¿Desagradables y pequeñitos apéndices?
—El tuyo no —aclaré—. No me refería al tuyo. En realidad, al tuyo le tengo bastante cariño. —Entonces me senté y estallé en lágrimas. Él me rodeó con sus brazos, lenta y suavemente. Yo no me sobresalté ni traté de apartarme, y él apretó mi cabeza contra la suya, acariciando mi pelo húmedo y enredado, metiendo sus dedos en él.
—Dios santo, eres muy valiente —murmuró.
—No —dije con los ojos cerrados—. No lo soy.
Le agarré la mano y la llevé a mis labios. Froté mi maltrecha boca contra sus nudillos. Estaban hinchados, tan llenos de hematomas como los míos. Toqué su piel con mi lengua; sabía a jabón, a polvo y a plata de los rasguños y los tajos, marcas dejadas por huesos y dientes rotos. Apreté con los dedos las venas debajo de la piel de su muñeca y su brazo, suavemente resistentes, y las sólidas líneas de los huesos. Tanteé sus venas, deseando entrar en su torrente sanguíneo, desplazarme por él, disuelta e incorpórea, encontrar refugio en las cámaras de su corazón. Pero no pude.
Subí mi mano por su manga, explorando, aferrándome, reaprendiéndome su cuerpo. Le toqué el pelo de la axila y lo acaricié, sorprendida por lo suave que era.
—¿Sabes? —dije—. Creo que jamás te había tocado ahí.
—Creo que no —respondió, con una risa nerviosa—. Lo recordaría. ¡Oh! —Un arrebato de carne de gallina explotó sobre la suave piel de esa zona, y yo presioné la frente contra su pecho.
—Lo peor —dije con la boca en su camisa— es que los conocí. A cada uno de ellos. Y los recordaré. Y me sentiré culpable de que estén muertos, por mi causa.
—No —replicó él con suavidad pero con firmeza—. Están muertos por mi causa, Sassenach. Y por causa de su propia maldad. Si hay alguna culpa, que recaiga sobre ellos. O sobre mí.
—Sobre ti sólo no —respondí, con los ojos todavía cerrados. Estaba oscuro, y era un alivio—. Tú eres sangre de mi sangre, hueso de mis huesos. Tú mismo lo has dicho: lo que haces recae sobre mí también.
—Entonces, que tu voto me redima —susurró.
*****
Me hizo ponerme en pie y me acercó hacia él, como un sastre cogiendo un trozo de una seda frágil y pesada; con lentitud, extendiendo bien los dedos, pliegue sobre pliegue. Me llevó por la habitación y me depositó sobre la cama con suma delicadeza, a la luz del vacilante fuego.
Él había tenido la intención de ser dulce, muy dulce. Lo había planeado con cuidado, preocupándose a cada paso del largo camino a casa. Ella estaba rota; él debía ser astuto, tomarse su tiempo. Ser muy cuidadoso cuando volviera a pegar los pedacitos rotos.
Y entonces él llegó a ella y descubrió que ella no deseaba nada dulce, ningún cortejo. Deseaba que fuera directo. Brevedad y violencia. Si ella estaba rota, entonces lo cortaría a él con sus bordes afilados, con la misma insensatez de un borracho con una botella hecha añicos.
Durante un momento, dos momentos, él se debatió, tratando de abrazarla y de besarla con ternura. Ella se retorció como una anguila en sus brazos, luego rodó encima de él, serpenteando y mordiendo.
Él había pensado que la tranquilizaría —que ambos se tranquilizarían — con el vino. Sabía que ella perdía el control de sí misma cuando bebía; pero ahora no lograba comprender qué era lo que ella estaba reprimiendo, pensó con tristeza, al tiempo que trataba de agarrarla sin hacerle daño.
Él, más que nadie, debería haberlo sabido. No era miedo o pena o dolor… era furia.
Ella le arañó la espalda; él sintió el choque de las uñas rotas, y pensó vagamente que eso era bueno: ella peleaba. Ése fue el último de sus pensamientos; luego su propia furia se apoderó de él, furia y una lujuria que recayó sobre él como un trueno negro sobre una montaña, una nube que lo ocultaba todo y que lo ocultaba a él de todo, hasta que la amable familiaridad se perdió y él quedó solo, extraño en la oscuridad.
La ira hirvió y estalló en sus testículos, y él cabalgó espoleado por ella. Que su relámpago quemara y abrazara todo rastro del intruso en su matriz, y si ambos terminaban ardiendo hasta los huesos y hasta convertirse en cenizas, pues que así fuera.
*****
Cuando recobró el sentido, él yacía con todo su peso encima de ella, aplastándola contra la cama. La respiración se atragantó en sus pulmones con un sollozo; sus manos aferraron los brazos de ella con tanta fuerza que sintió que sus huesos eran ramitas a punto de romperse.
Se había perdido. No estaba seguro de dónde terminaba su cuerpo. Su mente se sacudió un poco, aterrorizada por la posibilidad de haber perdido para siempre su función. No. Sintió una gota fría y repentina en el hombro, y las partes separadas de él se juntaron de inmediato como bolitas dispersas de azogue, dejándolo tembloroso y consternado.
Todavía estaba unido a ella. Sintió deseos de huir, pero consiguió moverse lentamente, soltando los dedos uno a uno de los brazos de ella, apartando el cuerpo con suavidad, aunque el esfuerzo le parecía inmenso, como si su peso fuera de lunas y planetas. Casi esperó verla aplastada, sin vida, sobre las sábanas. Pero el elástico arco de sus costillas se elevó, cayó y volvió a elevarse de manera tranquilizadora.
Le cayó otra gota en la nuca, y él encorvó los hombros, sorprendido.
Ese movimiento le llamó la atención a ella, que levantó la mirada. Él, alarmado, se encontró con sus ojos. Ella compartía su sorpresa, la sorpresa de dos desconocidos que se encuentran desnudos. Sus ojos se apartaron de los de él y se dirigieron hacia el techo.
—Hay una gotera en el techo —susurró—. Veo una mancha de humedad.
Él ni siquiera se había dado cuenta de que estaba lloviendo. Sin embargo, la habitación estaba oscura con el resplandor de la lluvia, y se oía un fuerte repiqueteo contra el tejado, un sonido que parecía provenir desde el interior de su sangre, como el pulso del bodhrán en la noche, como el pulso de su corazón en el bosque.
Él se estremeció y, como no se le ocurría ninguna otra idea, le besó la frente. Los brazos de ella surgieron como un cepo y lo agarraron con ferocidad y él también la aferró, con tanta fuerza que sintió la respiración que salía de sus pulmones, pero incapaz de soltarla. Pensó en lo que había dicho Brianna sobre gigantescos astros que giraban por el espacio, en eso que se llamaba gravedad; ¿y qué había de grave al respecto? En ese momento, se dio cuenta: una fuerza tan grande como para equilibrar en el aire un cuerpo de una inmensidad inconcebible; o hacer que dos de esos cuerpos chocaran entre sí, en una explosión de destrucción y polvo de estrellas.
Le había hecho moretones; había marcas rojas y oscuras en sus brazos, donde habían estado sus dedos. Se pondrían negras antes del final del día. Las marcas de otros hombres florecían negras y púrpuras, azules y amarillas, borrosos pétalos atrapados bajo la blancura de su piel.
Él sintió que sus muslos y sus nalgas estaban agotados por el esfuerzo, y tuvo un fuerte calambre que lo hizo soltar un gemido y retorcerse para aflojarlo. Se separaron lentamente y con vacilación.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella en voz baja.
—Fatal —respondió él con total honestidad. Tenía la voz ronca, como si hubiera estado gritando. La boca de ella había vuelto a sangrar; había una mancha roja en su barbilla, y él notó un sabor metálico en su propia boca. Se aclaró la garganta, queriendo apartar la mirada de sus ojos; pasó el pulgar por la mancha de sangre, limpiándola torpemente.
—¿Y tú? —preguntó, y las palabras le rasparon la garganta—. ¿Tú como te sientes?
Tuvo la sensación de que ella estaba mirando más allá de él, a través de él; pero entonces el foco de su mirada regresó y ella lo miró directamente, por primera vez desde que la había llevado a casa.
—A salvo —susurró, y cerró los ojos. Tomó un largo aliento y su cuerpo se relajó por completo de una vez, cayendo flojo y pesado.
Él la sostuvo, rodeándola con ambos brazos, como si estuviera salvándola de morir ahogada, pero sintió que se hundía de todas formas. Sintió deseos de gritarle que no se marchara, que no lo dejase solo, añorándola, deseando que estuviera curada, temeroso de su vuelo, e inclinó la cabeza, enterrando la cara en su pelo y en su olor.
Entonces él gritó sin hacer ruido, con los músculos tensos hasta sentir dolor para que el grito no lo sacudiera, para que ella no se despertara y lo viera y lloró al vacío con una respiración irregular, contra la almohada mojada debajo de su cara. Luego se quedó allí, exhausto más allá de la idea de cansancio, demasiado lejos para dormir, incluso para recordar cómo era eso. Su único consuelo era ese peso pequeño y frágil que yacía cálido sobre su corazón, respirando.
Entonces las manos de ella se levantaron y descansaron sobre él, las lágrimas se enfriaron en su cara, congelándose, ante la blancura de ella, tan limpia como la nieve muda que cubre los restos calcinados y la sangre y exhala un aliento de paz sobre el mundo.